No es lo mismo el activismo político que la corrección política –con frecuencia se confunden–. Solo que hay que navegar con un buscador como Google por internet para comprobar, con una mezcla de pasmo y enojo, cómo las imágenes de numerosos desnudos de la historia del arte –desde el Renacimiento hasta la performance contemporánea– han desaparecido sin dejar rastro. En la época de la obscenidad bélica, unos pechos o unos genitales se consideran más peligrosos que los misiles balísticos cuyo lanzamiento nos muestran con precisión de detalles las televisiones de todo el planeta. Precisamente, en ese absurdo improcesable por el intelecto es donde habría que situar el comienzo del análisis de un libro tan sugerente como «Culos: una historia trasera», de Heather Radke. Esta publicación de la editorial Almuzara pone de manifiesto, desde sus primeras páginas, la plétora de eufemismos que rodea a la denominación de este músculo: «Incluso las palabras para nuestro culo –advierte Radke– se resisten a ser claras. Los términos que utilizamos son siempre eufemismos, nunca cosas precisas. Yo crecí refiriéndome a las dos masas de carne pegadas a la parte posterior de mis caderas como culo». Referirse tanto en el título como en el texto al culo sin más rodeos es ya un valor a resaltar.
Pero no nos engañemos: «Culos: una historia trasera» no tiene como objeto principal de su investigación la cultura de la cancelación ni tampoco una clasificación estética o anatómica de los diferentes culos a lo largo de la historia. En palabras de la propia autora, «me interesan principalmente los culos tal y como los interpreta y los representa la cultura dominante y hegemónica: la cultura de quienes ostentan el poder político y económico, de quienes dominan los medios de comunicación». Su objetivo es ese perfil de hombre heterosexual y blanco, que ha impuesto sus gustos e ideologías sobre los culos de las mujeres de todas las razas. En rigor, «Culos: una historia trasera» constituye una derivación de los «Backness Studies» que estudia las diferentes modas sobre el trasero desde una perspectiva racial: el rechazo o la aprobación de los culos durante los últimos dos siglos no se ha llevado a cabo desde un plano neutro e inocente, sino desde la perspectiva privilegiada que otorga el hecho absoluto de la blanquitud.
A pesar del peso que poseen los estudios raciales en este ensayo, «Culos: una historia trasera» se revela como un interesante híbrido que no se encierra en un único campo epistemológico. Cada una de sus páginas se encuentra permeada por una estrategia de deconstrucción feminista que se dirige principalmente al desenmascaramiento de los cuerpos normativos. Y, con tal objetivo, Radke se adentra en ámbitos como el de las revistas de moda y de tendencias, la cultura del fitness o la industria de la moda. A fin de cuentas, el culo no deja de ser otra más de las partes del cuerpo que han sido modeladas por la cultura dominante. Por momentos, la escritura de Radke parece deudora de aquella célebre frase de la artista Barbara Kruger que reza: «Mi cuerpo es un campo de batalla».
Una historia del culo, encarada desde la intersección entre los estudios raciales y los feministas, nos lleva inexorablemente a preguntarnos: ¿es positivo o negativo para la cultura moderna y contemporánea «tener culo»? La tesis desarrollada por Heather Radke es que la valoración del culo a lo largo de la historia reciente ha cambiado en virtud de la relación que la raza blanca ha tenido con la negritud. El impacto que la esclava de origen sudafricano Sara Baartman –conocida como la «Venus de Hotentote»– tuvo en los gustos de la mujer europea del siglo XIX fue sobresaliente. Su prominente trasero –exhibido en ferias de Londres y París como si de un espectáculo «freak» se tratara– conllevó que el culo grande se asociara con lo exótico y erótico y que las mujeres blancas adoptarán un complemento como el polisón para enfatizar la protuberancia de sus nalgas.
Esta pasión por el erotismo del culo negro mutó drásticamente en el tránsito del siglo XIX al XX, cuando, desde los estereotipos culturales de la blanquitud, se identificó a los negros como personas con cerebros pequeños y culos grandes. Es esta la razón por la que, desde 1910, se impuso un cuerpo de mujer –la «flapper»–, cuyos rasgos identificativos era su apariencia añiñada, su extrema delgadez y su ausencia de culo. Como recuerda Radke: «Durante más de un siglo, el cuerpo de la mujer de moda ha sido un cuerpo delgado, un cuerpo envuelto en líneas elegantes y rectas en lugar de curvas grandiosas y arquedas».
Sin embargo, y conforme avanzamos hacia el final del siglo XX, la cultura popular ha conocido múltiples ejemplos en los que la «cultura del culo» ha vuelto a florecer. Ahí está el culo de la modelo Kate Moss –«quizá el trasero más habitual y más visto de la primera mitad de los noventa»–. Pero, con la salvedad de estos «culos blancos», el resurgir del culo durante finales del siglo XX y el presente siglo XXI se debe a la apropiación que la población blanca ha efectuado de productos culturales propios de la comunidad afroamericana y latina. El auge del «hip hop» y del «twerk» constituyen dos ejemplos lo suficientemente contundentes para la comprensión de dicho «retorno del culo» en la contemporaneidad. Beyoncé es otro ejemplo de mujer negra que, a través de su música, ha contratacado el modelo del cuerpo de la «flapper» con una reivindicación de las curvas y de las medidas grandes. Y, cómo no, puestos a destacar el gran culo de la cultura global, solo queda referirse a Jennifer López. En el año 1998, el público estadounidense descubrió su trasero: «Fue como si los hombres blancos de Estados Unidos no hubieran visto nunca un culo (…) La obsesión por su culo que acompañó a López fue la punta de lanza de una importante transición de una década en la cultura estadounidense dominante». La pregunta que abre Radke, y que perfectamente podría resumir el espíritu de este libro, es cómo es posible que el culo de una mujer latina pudiera desencadenar una revolución cultural en torno al culo de tamaño calado entre la población blanca. Y, claro está, la respuesta resulta tan previsible como frustrante: la clave fue el color claro de su piel, su no excesiva racialización. Eso tranquilizó a la cultura blanca hasta el punto de tomar su culo como el elemento erótico referencial por excelencia.