Solo quienes ven la vida en blanco y negro, solo los que dividen el mundo en buenos y malos, gustan de blanquear o ennegrecer las cosas. La realidad y la vida humana son mucho más complejas que todo eso. Ayer celebramos el Día de la Hispanidad, que es precisamente una demostración clarísima de que la vida humana es una mezcla de infinitos colores y coincidencias inesperadas. Por ejemplo, el término «colonización» proviene del latín «colonus», que designaba al que labraba nuevas tierras. No me digan que no deja de tener su gracia que el principal promotor entre nuestros ancestros (que con sus exploraciones abrió el camino a un amplio labrado de nuevas tierras) se llamara por casualidad precisamente Cristóbal Colón. O sea, que lo primero que habría que aclararles a los ofendiditos de los últimos años es que esa palabra «colonización», que gustan tanto usar sea del derecho o del revés, no viene en absoluto de Colón. Más que nada para que, en su bendita ignorancia, dejen en paz por un rato a las estatuas del pobre navegante.
Con la palabra «hispanidad» pasa algo parecido. Hay quien la manosea para blanquearla y quien desea ennegrecerla. Los que aspiran a ennegrecerla se basan en unas premisas que se delatan muy discutibles si vamos a los libros de Historia y Estadística. Encontramos en ellos que las colonizaciones hispánicas no fueron más crueles que las inglesas, francesas, holandesas y portuguesas. Incluso tuvieron un denunciante en Fray Bartolomé de las Casas, que falta en otros países donde sus intelectuales callaron y no tuvieron el valor moral de disentir que tuvo la escuela de Salamanca. Aquí tenemos en sus escritos unos testimonios tangibles de las primeras argumentaciones sobre los derechos del hombre y las primeras teorías de democracia moderna. Aún hoy, en la enseñanza, se omite su gigantesca figura porque evidentemente molesta tanto a unos como a otros. Pero la complejidad de esas iniciativas contrapuestas es el motivo por el que la hispanidad no tiene que pedir perdón de nada. No existe en esta historia un malvado que deba excusarse ante un bondadoso de corazón limpio sin mácula.
Obviamente, los que se ponen altisonantes, inflan la pechera y, en nuestros tiempos de victimismos e hipocresías, exigen a otros que pidan perdón atribuyéndoles unas imaginarias culpas, son los ineptos que, incapaces de resolver las cosas en su casa, intentan sacudirse sus propias responsabilidades atribuyéndoselas a supuestos culpables ajenos. Por muy estupendos que se pongan, luego la lógica nos indica que, si yo no tengo antepasados en otro país, difícilmente podrán haber participado en un genocidio que se haya dado allí. Pero si esos denunciantes llevan casualmente apellidos españoles y anglos, como López Obrador o Sheinbaum (en lugar de llamarse, yo qué sé –por mencionar inocentemente algún nombre al azar– cosas como Chimalpopoca, Moctezuma o Cuahutemoc), pues francamente, a mi me parece que es bastante más probable que hayan sido sus antepasados y no los míos los que estuvieron estrechamente relacionados con esos lamentables hechos.
Me gustan los mexicanos. Me aficioné a ellos a finales del siglo pasado gracias a los maravillosos artículos de Guillermo Sheridan y de Jorge Ibargüengoitia. El primero ya dejaba claro en los noventa que López Obrador no era precisamente el cerebro más privilegiado de su generación. La democracia, a cambio de sus maravillas, nos obliga a transigir con la posibilidad de que hasta un tarugo pueda ser presidente del Gobierno. En ese sentido, los españoles tenemos ya una amplia experiencia y podemos expresar en todo modo a los mexicanos una amplia solidaridad y compañerismo ante ese tipo de cargas.
La única obligación de los políticos sería preparar a la población para la complejidad del mundo futuro que se nos viene encima con la inteligencia artificial y la globalización. Pero solo saben darnos eslóganes altisonantes de simplismo analfabeto, como si el mundo se hubiera dividido en buenos y malos.
No hagan caso a sus discursos. Los protagonistas del pasado fueron gentes como nosotros, no superhéroes de la Marvel. Ni genocidas, ni villanos, ni tampoco héroes ni santos. Eran seres humanos con sus luces y sus sombras, con la complejidad propia de esa vida que vemos cada día a nuestro alrededor.