Lectio divina de este domingo XXVIII del tiempo ordinario
La bondad que el hombre puede alcanzar es comprendida por Cristo bajo dos dimensiones de una única realidad: Seguirle a él y dar todo lo que se tiene. Él da gran importancia a los Mandamientos del Antiguo Testamento. No ha venido a suprimirlos, sino a llevarlos a su plenitud. Estos son las señales en el camino hacia Dios. Cuando los seguimos, tenemos certeza de estar avanzando por camino seguro hacia Él. Pero este cumplimiento alcanza su plenitud en un paso más que hemos de dar. Leamos con atención:
«Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. Ellos se espantaron y comentaban: Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (Marcos 10, 17-30).
Llama la atención que cuando Cristo enumera aquí los Mandamientos omite los tres primeros, que se refieren a Dios, y señala únicamente los que se refieren a los seres humanos. ¿Por qué? No lo hace porque no dé importancia a lo que se refiere a Dios, sino todo lo contrario. Él quiere conducirnos a la forma más elevada del amor a Dios: Seguir a su Hijo. Porque, si reconocemos en Jesús al mismo Dios, hemos de seguirle en su camino de entrega y plenitud, de cruz y resurrección. Eso ya vale cien veces más que todo lo que pospongamos por él. Por tanto, no basta solo con decir que creemos en Dios y a la vez permanecer indiferentes al camino que recorre Cristo. El verdadero discípulo sigue los pasos del Maestro en su amor incondicional al Padre y de caridad hacia los hombres. Reflexiono acerca de los Mandamientos, recordándolos uno a uno. ¿Cuánta importancia les estoy dando en mis decisiones y acciones?
Cristo no solo nos pide darlo todo por él, sino también por los suyos. Estos «suyos» son especialmente los pobres, a quienes él da prioridad en su camino. A la vez, este amor nos invita a vivir la forma más radical de libertad, que es no apoyarnos en nuestros medios y posesiones, sino esperarlo todo de Dios. Démonos cuenta de que no fueron los bienes los que impidieron a aquel hombre seguir a Jesús y llenarse de gozo. Fue su apego a aquellos. Más que rico en posesiones, este era un rico de sí mismo, esclavo de sus falsas seguridades. Efectivamente, no importa si es poco o mucho lo que tenemos, pues incluso lo más mínimo que no estemos dispuestos a compartir puede convertirse en el mayor obstáculo a nuestra capacidad de donarnos a Dios y a los demás. Y es aquí cuando tenemos que preguntarnos cuáles son las riquezas a las que estoy más apegado y si estoy dispuesto a posponerlas para vivir coherentemente aquello en lo que digo creer.
El punto crucial entre una vida con o sin Dios está en dejarnos interpelar por Aquel que da sentido a cuanto somos y hacemos, más allá de lo inmediato y superficial, y por eso mismo portador de una razón mayor: El amor. Este es el gran reto que llega hasta nosotros hoy: Descubrirnos inmersos en ese amor que da el sentido a todo, y por ello llamados a responderle en consecuencia. Lo contrario sería cerrarnos en un falso amor a nosotros mismos que nos aísla y despersonaliza. Entre una y otra opción se encuentra la consecuente revelación de este evangelio: Quiénes somos los seres humanos. Hemos de ser quienes pueden acoger el don que nos ha sido dato como gracia y tarea o quienes pueden cerrarse a la fuente y destino de ese mismo don, creyendo que todo depende de sí mismos y sus propios medios. En definitiva, creer en Dios y vivir para Él es asumir la responsabilidad de esta vida en pos de un horizonte y un sentido mayor. La indiferencia ante Él, en cambio, desvirtúa lo que somos, hasta dejarnos entre los frutos amargos de nuestro egoísmo y autodestrucción. Queda de nuestra parte dar la respuesta para ser quienes hemos de ser: Los que reciben, hacen crecer y ofrecen el amor como don y compromiso para llevar a plenitud lo que ha sido puesto en nuestras manos.