Como si las cuerdas de la guitarra fuesen las que buscan la yema de sus dedos y no al contrario, Antonio las hace sonar con la misma precisión que la que sugiere su apodo: El Relojero. Desliza su mano izquierda por el mástil como si lo acariciase, pero con furia. Con una fuerza medida, consciente, que no permite a la derecha que un solo ritmo se escape. Para acompañar al cante, dice el de Colmenar de Oreja (Madrid), «no se puede tener la cabeza agachada. Hay que seguir al cantaor, que cuando abra la boca sepas si va por soleá o por malagueñas». A Israel Fernández lo mira a los ojos. El pasado 19 de septiembre, voz y guitarra se sentaban en el escenario del histórico Corral de la Morería. Bajo esa luz tenue que envuelve y corteja, entre unos muros que representan historia y devoción por este arte, presentaban ante amigos, colegas y periodistas «Por amor al cante». Un álbum ya en la calle y que, como aquel acto, se basa en la magia del flamenco en la intimidad. Seis canciones que el dúo interpretó en diferentes peñas flamencas del país y donde se saborea el cante clásico, uno que «ha sido siempre de minorías», dice El Relojero. «Como los gitanos, que somos minoría, pero estamos en todos lados», añade Fernández.
Puede que el cantaor toledano se haya acostumbrado a las masas, pero que le quiten lo «cantao» en «petit comité». En 2023 lanzó «Pura sangre», una autobiografía flamenca donde Fernández añadió tintes de modernidad, matices de electrónica y experimentación. Unas canciones que le llevaron a grandes escenarios, como fue el del Teatro Real, del que destaca el artista que fue «cumplir un sueño». Pero este nuevo proyecto es diferente. «Quería hacer conciertos en peñas, en esos lugares donde hay mucho amor por el cante y donde tanto el artista como el aficionado no van por dinero», continúa Fernández, «este disco no tiene más intención que la de hacerlo por necesidad nuestra, y por compartirlo. No escondemos ningún motivo comercial».
Se lo debían. Fernández y El Relojero se conocieron hace 15 años, cuando el primero aún era un joven en aprendizaje y el segundo ya llevaba años con el instrumento como parte indispensable de su propio cuerpo. En Colmenar de Oreja se celebraba un concurso de cante, y el toledano fue arrastrado por sus amigos. En los pasillos escuchó una guitarra que le trasladó al lado más clásico del género. Que le encandiló, como hace el duende. El Relojero aceptó actuar con él en el certamen, y poco después se alzaron con el primer premio. Desde entonces se han tenido en mente con apenas contacto directo. Pero lo bueno se hace esperar. ¿Por qué una colaboración ahora? «No se ha hecho antes porque Antonio tenía que cuidar de su madre. Pero ahora lo hemos conseguido y estamos felices», explica Fernández; «sabía que teníamos que hacer algo, y gracias a Dios, el tiempo y la vida nos lo ha permitido».
No hay cantaor que cante un fandango igual que otro. Por eso el flamenco está vivo, en constante acción. Por su amalgama diversa y única de propuestas e interpretaciones. «Hay que quitar hambre flamenca», afirma el cantaor, y para ello han recurrido a un cante que, lamenta Antonio, «no se conoce tanto». En el álbum hay granaínas, tarantas, seguiriyas... «palos que no se conocen tanto. Hace falta gente joven que cuide lo clásico, que sean ortodoxos. Ahora, en los tablaos, se canta más para los turistas, y lo que hemos grabado es el flamenco de hace 80 o 100 años», añade el guitarrista. Y lo hacen bajo dos términos primordiales en el vocabulario de Fernández: con respeto y con sabiduría. «Debes saber lo que estás haciendo, y si tienes ese conocimiento el respeto hacia ello va de la mano. Cuando hablo con gente que quiere hacer flamenco y están fuera de esa música, les animo a hacerlo, porque el flamenco es libre, no es de nadie, no hay apropiación musical. Pero por lo menos hay que saber de dónde viene, de quiénes viene». ¿El flamenco se distorsiona? «Hay creadores de estilo, pero de la devoción a la utilización hay un gran camino. Depende de uno mismo», añade el cantante.
Para este álbum no han hecho falta ni guion, ni ideas previas ni ensayos. Ha sido una improvisación educada. Lo del Relojero y Fernández fue una conexión instantánea que les ha permitido aprender y rendir homenaje a un arte que, dice el guitarrista, «es como los toros: no puede acabarse nunca, porque es una cosa de España». Un «manantial inagotable», define su compañero, que les inunda desde dentro y les sale hacia afuera a través de la humilde pasión de una persona que pone conocimiento y cariño sobre un bello talento.