En la Baja Edad Media, entre los gremios y talleres llenos de vida, había mujeres que lograban lo que creemos era impensable, pero en realidad fue habitual: destacar como calígrafas, escultoras, arquitectas o pintoras murales, entre otros ámbitos artísticos. Y es que no era raro encontrar damas brillando discretamente en este tipo de profesiones. El problema es que actualmente no se recuerdan las mujeres cuyas manos hábiles han dado vida a obras maestras porque sus nombres han quedado enterrados bajo el polvo del olvido. Una de ellas fue Violant de Algaraví, una pintora de tapices cuya historia y obras se han perdido entre las sombras y que solo podemos adivinar entre las líneas que dejó en su testamento. De Violant sabemos muy poco. Que nació en Aragón en algún momento del siglo XV, en la ciudad de Bílbilis, hoy conocida como Calatayud. Su nombre se lo pusieron en honor a su madre, Violant de Chalez. Se desconoce quién fue su padre, pero sí que provenía de un linaje posiblemente de origen plebeyo, aunque su familia había logrado elevar su estatus social con el tiempo. Los Algaraví no nacieron nobles, pero matrimonios estratégicos con familias poderosas les abrieron las puertas a la nobleza, estando muy asentados en la lustre cuna ya en el tiempo de Violant.
Siendo muy joven, Violant fue entregada en matrimonio a un rico mercader viudo de Daroca. Como era costumbre para una doncella, su dote fue generosa: 4.000 sueldos, además de vestidos y joyas. Se trasladó a Daroca, pero su matrimonio no duró mucho debido a la muerte de su marido. Viuda y sin hijos, su segundo enlace la llevó de regreso a Calatayud. El desequilibrio social entre ella y su nuevo esposo, García Pérez de Orera, era evidente, ya que mientras Violant descendía de una familia poderosa que la hacía ser una destacada noble, García era un notario de baja alcurnia. Si bien no hubo amor, de esa unión nació un hijo, Johan Pérez. En menos de dos años volvió a enviudar, quedando su heredero a su cargo completo en agosto de 1474.
Viendo la muerte de una forma tan cercana, Violant decidió dejar constancia de su vida en un testamento escrito a los 35 años en el que se mencionan varias propiedades y enseres que poseía, lo que nos permite saber que destacó en algo que la identificaba con varias mujeres de su tiempo: que fue una pintora de tapices y cortinas, y ejerció este oficio de manera remunerada.
Calatayud, en aquellos años, era un hervidero artístico, un lugar donde las mujeres podían trabajar sin mayores restricciones, sobre todo, en oficios como el de Violant, donde había una abundancia enorme de trabajo. En aquellos años, el gremio de los pintores estaba estrictamente jerarquizado. Los de retablos ocupaban el escalón más alto, seguidos por quienes pintaban cortinas y, en la base, los doradores. Esta estructura permitía a figuras como Violant dirigir su propio taller, por ello contaban con la ayuda de aprendices. Solo conocemos el nombre de una: Marica, quien fue discípula directa de Violant y que aparece en su testamento. No importaba si el artista era hombre o mujer, ya que no había restricciones de género en este sentido. Asimismo, una práctica bastante común era la de poseer una pequeña muestra de su producción en casa, como los retablos de Jesús y de la Virgen María que debieron ser espectaculares y muy queridos por su familia. Pero también sus tapices y cortinas tuvieron que ser admirados.
Sin embargo, como en tantos casos de la Historia, no sabemos si las obras de Violant actualmente han sido atribuidas a otros artistas masculinos o si simplemente han caído en el anonimato. La escritora Virginia Woolf lo expresó con aguda precisión al declarar que «en la mayor parte de la Historia, Anónimo era una mujer». Otras artistas de la España medieval han corrido la misma suerte, como Adelaida, miniaturista y calígrafa entre los siglos XII-XIII; Ede, literata que compuso el libro «Beato de Gerona», o Angélica, creadora de corales para la catedral de Tarragona.
Sus obras no están asociadas a sus nombres porque se desconocen incluso sus apellidos y sus vidas se encuentran ante el peligro del olvido. Pese a todo, en el caso de Violant, una nota final de esperanza ilumina su legado. Su nombre resurgió más de un siglo y medio después gracias a una pintora llamada Teresa Díez, que, al realizar una obra, escribió orgullosamente: «Violant dalgaravi me fecit», asegurando que Violant no quedaría en el anonimato.
Y así, gracias a esta simple mención y a su testamento, sabemos que Violant de Algaraví existió y que fue enterrada alrededor del año 1474 en la capilla de Santo Tomás de Aquino en San Pedro Mártir y que su nombre, a pesar de todo, no fue olvidado.