Un año más, el Instituto Karolinska ha otorgado el galardón más esperado de la investigación biomédica. Con una puntualidad suiza, los suecos anunciaron el Nobel de Fisiología o Medicina del 2024. El premio, que se acompaña de 11 millones de coronas suecas (casi 1 millón de euros) ha sido, en un 50% para el doctor Victor Ambros y, en otro 50% para el doctor Gary Ruvkun por el descubrimiento del microARN y su papel crucial en la regulación de los genes tras la transcripción.
Este avance ha revolucionado nuestra comprensión de cómo se controla la expresión genética, abriendo nuevas perspectivas en el estudio de enfermedades y en el desarrollo de tratamientos innovadores. Una investigación que comenzó «trasteando» con el ADN de un gusano y que, ahora, es uno de los pilares centrales de la biología y la medicina modernas.
Si lo piensan, todas las células del cuerpo comparten el mismo ADN, sin embargo, no son iguales. Cada una cumple unas funciones distintas. ¿Cómo es posible? La historia empieza con los renglones muy rectos: somos el resultado de la fusión de un óvulo y un espermatozoide, cada uno con su set de cromosomas que se unen para dar lugar a un cigoto, con la cantidad de ADN adecuada para dar lugar a un ser humano. No obstante, a medida que el embrión se desarrolla, las células empiezan a especializarse en tipos específicos, como neuronas, células musculares u óseas, manteniendo su ADN, pero cambiando su aspecto y funciones. Los renglones se han torcido en algún momento.
Las claves son muchas, pero la conclusión general parece evidente. Cada célula aprovecha una parte de la información de su núcleo. Ninguna expresa la totalidad de material genético que contiene. Podríamos compararlo con una empresa donde existe un único manual para todos sus trabajadores dividido por capítulos. Cada departamento leerá los capítulos que le conviene, y seamos sinceros, el resto de las páginas quedarán selladas por el polvo porque no van a heredar la empresa.
Pues bien, Victor Ambros y Gary Ruvkun son los autores del descubrimiento que dio respuesta a esta gran cuestión. Sus artículos, publicados en 1993, anunciaba el descubrimiento de un nuevo tipo de molécula genética: el microARN. Los investigadores habían estado explorando la genética de un gusano conocido como C. elegans que, junto a los famosos ratones, es de los organismos más utilizados en investigaciones biomédicas. Estos pequeños pedazos de material genético del gusano regulaban la expresión de su ADN. Concretamente, los investigadores encontraron un tipo de microARN llamado lin-4 encargado de regular la producción de la proteína lin-14. De este modo, las células leían más o menos el ADN donde estaban codificadas las instrucciones para producir esta molécula.
A pesar de la importancia de su descubrimiento y de los 13 años que llevaban trabajando en esta línea de investigación, la comunidad científica no recibió con demasiado entusiasmo los artículos de Ambros y Ruvkun. El reconocimiento tardó en llegar, concretamente siete años, el tiempo que tardaron en dar con un tipo de microARN más «sexy». Este segundo se encargaba de la regulación de una proteína conocida como let-7 y, ahora sí, nos implicaba directamente porque está presente en casi todos los animales y en todos los vertebrados conocidos. El significado de esto estaba claro para cualquier experto: si se conserva en especies evolutivamente tan alejadas es porque debía cumplir una función fundamental. Siendo nosotros un vertebrado más, el interés biomédico de este descubrimiento se había vuelto evidente para la industria de la noche a la mañana.
Los premios Nobel fueron un intento de Alfred Nobel para limpiar su imagen como señor de la guerra, pero el magnate de la pólvora hizo también un alegato filantrópico. Quería que sus premios fueran otorgados a aquellas mentes que habían contribuido a mejorar la sociedad. En este caso estamos ante un descubrimiento totalmente fundamental, un pilar básico sin el que, sencillamente, la genética no podría existir tal y como la conocemos. Las posibles aplicaciones de este conocimiento, por lo tanto, son infinitas. Podríamos compararlas con inventar un tornillo: su función es tan fundamental, tan básica, que puede emplearse para desarrollar todo tipo de tecnologías sofisticadas. Así que, aunque todavía se están desarrollando y hay que resolver algunos problemas, supone un avance muy prometedor.
En palabras del propio comité Nobel: «La regulación anormal por microARN puede contribuir al cáncer, y se han encontrado mutaciones en genes que codifican microARN en humanos, causando afecciones como pérdida auditiva congénita, trastornos oculares y esqueléticos.
Las mutaciones en una de las proteínas requeridas para la producción de microARN resultan en el DICER1, un síndrome raro pero grave vinculado al cáncer en varios órganos y tejidos». Ahora que, gracias a los doctores Victor Ambros y Gary Ruvkun conocemos el microARN, podemos estudiar qué hacer si falla.