Aún quedan algunos supervivientes del Holocausto que cuentan en primera persona los horrores a los que tuvieron que enfrentarse hace más de ochenta años. En su mayoría hablamos de niños que vivían en Alemania, o en los territorios ocupados por las tropas teutonas durante la Segunda Guerra Mundial, y que escaparon de la cámara de gas dejando atrás una vida normal y ordinaria como la que disfrutamos en 2024. No se trata de seres que bajaron de un platillo volante y aparecieron a las puertas de Treblinka, la semilla del odio al diferente creció en ambientes inverosímiles a nuestros ojos y quizás por ello arraigó de una manera tan criminal, ordenada y resistente. Si quieren pueden bucear en los prestigiosos y accesibles archivos de la BBC que guardan, por poner un ejemplo, el testimonio de un niño de ocho años que tuvo que huir del Tercer Reich después de la “Noche de los Cristales Rotos” por su condición de judío. Entre sus recuerdos, recalca cómo los partidarios de Hitler fueron laminando la existencia de los suyos progresivamente hasta reducirlos a la condición de “cosa” a extirpar de la faz de la Tierra. Al comienzo lo hicieron sigilosamente, con gestos menores e intrascendentes, hasta que tomaron el poder y se promulgaron, entre otras, las Leyes Raciales de Núremberg de 1935 que tres años más tarde copiaron en la Italia fascista de Mussolini. La sucesión de hechos posteriores a toda esta locura la conocen perfectamente y el desenlace final con las montañas de millones de inocentes muertos nos sigue abochornando como seres humanos que comparten la misma culpa. El sutil inicio de hace un siglo de los camisas pardas con cualquier disidencia fue idéntico al ataque que ayer sufrió el coche de la ministra Mónica García, igual de “inocente”. Por encima de ideologías, como europeos, no debemos permitir ni un resquicio de comprensión y apoyo en nuestra democracia para ideologías que soportan la esvástica y niegan la Shoah.