De haber culminado su sueño, el nombre de[[LINK:TAG|||tag|||6336172587d98e3342b26f22||| Julia Navarro]] (Madrid, 1953) aparecería junto a los de los míticos bailarines clásicos Rudolf Nuréyev o Margot Fonteyn. Su deseo se frustró al llegar a los 18 años, pero la vida le salió al encuentro con un plan igualmente épico: escribir y vender millones de libros. Nos habla de ello la reputada escritora, autora de «Dime quién soy», entre otras obras, desde la terraza de un ático en el madrileño barrio de Chamberí aprovechando la presentación de su nueva novela, «El niño que perdió la guerra».
Julia Navarro es conversadora exquisita y habla suave, casi etérea, con la elegancia refinada de una bailarina. Lo que no hace es caminar sobre las puntas, sino pisando fuerte, sin que las piernas le tiemblen para hablar claro o poner un punto final desgarrador a sus relatos.Y eso hace en su flamante nuevo volumen, donde vuelve a posar su pluma sobre los totalitarismos a través de la historia de Pablo, un crío enviado a la Unión Soviética durante los últimos días de la Guerra Civil española. A sus 71 años, la autora siente que el tiempo se le va quedando estrecho para tantas historias como tiene por contar.
¿Tiene idea sobre de dónde viene esa adhesión ciega a un régimen totalitario?
No creo que una población se vuelva loca para apoyar a un dictador o a un régimen como el de Nicolás Maduro en Venezuela. Hay situaciones complejas en las que el ciudadano no es consciente de la deriva política. Lo peor de esta época son los autócratas y su forma de mantenerse en el poder con elecciones sin garantía de limpieza y recortando libertades.
¿Qué le queda al ser humano frente al dictador?
Le quedan la esperanza y la valentía de decir «no». A ellos les dedico mi libro. A todos los que dijeron y dicen «no».
La poesía, que, como decía García Lorca, no quiere adeptos, sino amantes, se abre paso en el libro a pesar de la violencia cultural. ¿Hemos arrinconado este concepto?
La palabra y los poemas pueden transformar el mundo. Tengo absoluta fe en ello a pesar de la violencia cultural que estamos sufrimiendo actualmente con el movimiento woke. Me horroriza la cultura de la cancelación. Es fascismo puro y duro que se infiltra en todos los ámbitos. ¿Vamos a poner a Caravaggio de cara a la pared o a quemar los libros de Pablo Neruda porque sus vidas no fueron ejemplares?
¿Por qué esa insistencia en mirar al pasado sin la perspectiva del tiempo?
Es la nueva Inquisición, tan brutal como la de hace siglos. Imponen una dirección única cercenando nuestra libertad de expresión y de pensamiento. Las redes sociales fomentan este pensamiento woke y hay que volver a decir «no».
¿Entiende que ahora se vapulee la Transición?
La Transición española es una historia de éxito y se lo debemos a los ciudadanos y a los políticos de aquella época, que entendieron lo que quería la sociedad. Quienes ahora la critican o dicen que se cerró en falso es porque tienen interés en dar una visión sesgada, en ofrecer una revisión. Tanto la Guerra Civil española como la Transición se contaron muy bien. La Historia la escriben los historiadores y, cuando los políticos meten mano en ella, la falsean descaradamente.
¿El golpe de Estado del 23-F la sorprendió en la tribuna de periodistas del Congreso de los Diputados?
Viví todo aquello con muchísimo miedo. Creo que soy la única que lo reconoce. Además de miedo, sentí pena, vergüenza e incredulidad.
Cada época tiene sus espantos. ¿Cuál nos toca ahora?
Ahora nos toca el espanto de la guerra, sin duda.
¿Qué opinión le merece una inteligencia artificial ejerciendo como novelista?
Cualquier expresión artística nace de la emoción humana, de su imaginación, de sus vivencias individuales. Una inteligencia artificial podrá crear lo que sea, pero le faltará la autenticidad del arte. La IA debería limitarse a otros ámbitos, como el de la salud. De lo contrario, puede ser una pesadilla.
¿De dónde le viene el gusto por contar historias?
De mi abuela Teresa. Ella se empeñó en enseñarme a leer casi antes de hablar. Me contaba cuentos y yo se los contaba a ella a partir de historias inventadas. Pero nunca tuve una vocación de escritora ni de periodista. Soñaba con ser una gran bailarina de danza clásica, quería ser Margot Fonteyn, primera bailarina del Royal Ballet, y me formé hasta los 18 años, pero en aquella época no había demasiadas opciones para continuar y, con mucho dolor, dejé la formación reglada. Es un sueño, a pesar de los años pasados, todavía recurrente.
¿La danza le permitió cultivar una sensibilidad especial para asomarse al mundo?
La danza y la música clásica alimentaron mi alma y el periodismo me dio unas herramientas poderosas para llegar a las personas desde otras realidades.
¿Sigue llevando su libreta para anotar?
Sí, la sigo llevando; apunto en ella algunas ideas que se me ocurren para mis siguientes novelas. No la tengo llena y aun así necesitaría 150 años, por lo menos, para escribir todo lo que tengo pendiente.
¿Y le ilusionaría esa posibilidad?
Por supuesto que sí. Tengo muchísimo por escribir todavía, pero, sobre todo, me queda por vivir, por conocer, por amar y por pensar. Esa pulsión me mantiene en pie.