Amediados de 1967, Le Duan, secretario general del Partido de los Trabajadores de Vietnam, empezó a promover un plan de acción cuyos objetivos no solo eran militares sino también políticos. La idea era lanzar un gran ataque contra más de cien localidades con el fin de provocar un levantamiento general de la población del sur. Esto tenía que precipitar la caída del Gobierno de Nguyen Van Thieu y dejar a los estadounidenses sin el aliado que los había llamado y, en consecuencia, sin más opción que marcharse aunque no hubieran sido derrotados. Una de esas localidades fue la emblemática ciudad de Hué.
Hasta entonces todos habían tenido mucho cuidado con ella. Los comunistas habían evitado atacarla porque se trataba de uno de los lugares más emblemáticos y prestigiosos de Vietnam: sede del Gobierno imperial en tiempos pasados, ciudad universitaria con una pujante intelectualidad y habitada por numerosos monjes budistas, religión minoritaria en el resto del país, tan influyentes como beligerantes. Precisamente, estos últimos eran una de las razones por las que el Gobierno de Vietnam del Sur tenía especial cuidado con esta ciudad, pues aún estaba reciente el recuerdo de las revueltas budistas de 1963 y 1966. Estos religiosos y el elitismo de sus habitantes eran también los motivos por los que los estadounidenses habían reducido al mínimo su presencia allí. Tenían bases importantes al norte (Khe Sanh) y al sur (Da Nang), pero en la propia ciudad solo había una sede del MACV (Military Assistance Command Vietnam, el órgano «asesor» del Ejército de Vietnam del Sur) con apenas unos trescientos o cuatrocientos efectivos; y ni siquiera se hallaba dentro del recinto amurallado de la Ciudadela, al norte del río Perfume, donde se ubicaba la ciudad prohibida del antiguo Palacio Imperial, sino que se hallaba en el Triángulo, el barrio moderno al sur del cauce, donde se alzaban infraestructuras como el hospital, la cárcel o la universidad.
Una simple bengala, en torno a las 02:33 horas de la madrugada del 31 de enero, marcó el inicio de una batalla cuya extraordinaria intensidad no empezaría a decrecer hasta finales de febrero. Tropas norvietnamitas y del Vietcong asaltaron las puertas de la Ciudadela al norte del río y los edificios más emblemáticos al sur del mismo, conquistándolos en apenas unas horas. En contra de lo que dice el mito, las tropas survietnamitas desplegadas en la zona combatieron extraordinariamente bien, pero, aunque sus jefes sospechaban lo que iba a suceder y habían empezado a concentrar sus fuerzas antes del ataque, aún eran muy pocos cuando estalló la batalla. Los comunistas habían explotado la tradicional fiesta del Tet, el año nuevo lunar, que siempre había sido un periodo de tregua y que muchos soldados aprovechaban para volver a casa y visitar a sus familias, para pillar a sus enemigos a contrapié. Los estadounidenses, que tampoco se fiaban, se habían mantenido alerta, pero sus analistas de inteligencia fallaron y, aunque tenían numerosos datos, no fueron capaces de sacar de ellos las conclusiones correctas. Iban a tardar días en ser conscientes de la magnitud de las fuerzas a las que se enfrentaban.
Para los Marines estadounidenses el proceso de reconquista de Hué fue especialmente traumático. La importancia cultural de la ciudad impidió, inicialmente, el uso masivo de la artillería y la aviación, sus mejores bazas, y cuando pudieron emplearlos al cien por cien de su efectividad, entonces se encontraron inmersos en un combate urbano muy distinto a las batallas en la selva o en los arrozales contra un enemigo perfectamente atrincherado. Al final, los comunistas fueron derrotados militarmente en todo Vietnam del Sur, con bajas abrumadoras y pérdidas ingentes de material, pero consiguieron clavar una cuña entre el Gobierno de Washington, que llevaba varios meses insistiendo en que la guerra iba bien, y su población, que de repente descubrió, casi en directo gracias a los numerosos periodistas presentes sobre el terreno, que su Gobierno los había engañado. Nunca se recuperó la confianza.