Un líder autoritario hace purgas periódicas. Está en el manual. Las filas se mantienen prietas cuando está presente la posibilidad inopinada de la eliminación, de la puesta de patitas en la calle por designación del amo. Los motivos para esa liquidación se conocen después, nunca antes, porque así el temor es mayor. Esto requiere que el líder cree zonas de incertidumbre y arbitrariedad donde ejercer su despotismo. Sí, es el modelo de Sánchez.
Digo esto porque rebuscando entre los tipos de liderazgo democrático que se manejan en las ciencias sociales no he encontrado ninguno apropiado para Sánchez. No obstante, encaja bien con los modos autoritarios hispánicos, sin ir más lejos con los de Franco respecto al control del partido único, el Movimiento Nacional. Una comparativa, que no equiparación, es útil para entender la purga anunciada en el Congreso del PSOE.
El primer mandamiento del líder autoritario, a diferencia del democrático, es durar en el poder. Un dirigente demócrata dimite por responsabilidad o cuando se equivoca gravemente. Un autoritario, no. Busca el acomodo, cambia de opinión, purga a los suyos, y lo hace al precio que sea, menos la propia cabeza. Lo escribió Salvador de Madariaga respecto a Franco: «No hay acto suyo que no tenga otra misión que durar», y lo mismo se puede decir de Sánchez.
La duración en el poder requiere hacer política a corto plazo. Es una práctica del líder autoritario. Le permite una mayor maniobra de adaptación a los imprevistos y a las demandas del entorno. Eso es hacer tácticas, no estrategia, mirar la resolución del problema presente, no hacer la cuenta de la lechera. García Escudero, reformista durante el franquismo y luego consejero togado del Consejo Supremo de Justicia Militar, escribió que Franco era el «único táctico en un país de estrategas». José María de Areilza, monárquico, lo dijo más claro: «Hará siempre política de radio corto en torno a su subsistencia en el cargo». Sánchez funciona igual, usa el plazo breve para «cambiar de opinión», de principios o de aliado con facilidad, y se adelanta a la estrategia lenta y manifiesta del resto. Por eso vence (casi) siempre.
Esos cambios arbitrarios necesitan de ministros cuya mayor virtud sea la lealtad ciega, devota, sumisa, capaz de inmolarse por el líder. Franco se rodeó de personas así. Incluso Carrero Blanco fue la voz de su amo, o López Rodó o Fernández de la Mora, cerebros tecnócratas del «Estado en obras», resultaron hombres útiles a las que liquidó cuando creyó oportuno para mantenerse en el poder. El teniente general Franco-Salgado, primo y confidente del dictador, escribió en sus memorias: «S.E. no desea tener ministros con personalidad propia». Así son los ministros de Sánchez, desde Margarita Robles a Marlaska, que son una sombra de lo que fueron, o aquellos a los que coloca a discreción en otras instituciones para que sigan sus instrucciones, como Dolores Delgado, Campo y Escrivá.
El líder autoritario, además, no se distingue por atacar, sino por actuar a la defensiva corrigiendo, purgando, para ver quién es desleal o flojo. Es como cuando Sánchez escribió la carta a la ciudadanía y esperó cinco días. La idea era ver cómo reaccionaban los cargos socialistas a su posible marcha, tomar nota y liquidar luego. Girón de Velasco, falangista de camisa vieja, escribió que Franco tenía «paso de buey» y «diente de lobo»; es decir, parecía ir lento pero después actuaba sin piedad contra el desleal. Mariano Navarro Rubio, que fue su ministro de Hacienda, dijo de Franco algo que casa perfectamente con Sánchez: «Más que en el ataque, donde se le veía seguro de sí mismo es cuando tenía que capear temporales».
Ahora Sánchez tiene un «temporal» muy complicado, el trágala del cupo catalán, que piensa «capear» en el Congreso del PSOE convocado por sorpresa para una limpieza de sangre sanchista. El resultado es previsible: el líder autoritario hará la purga para durar en el poder, y pondrá políticos sin personalidad propia.