Un gran poeta popular y filósofo andaluz reflexionó, a comienzos de siglo XXI, sobre la pena de muerte públicamente, escribiendo lo que sigue: «La venganza y la locura son formas de ser humano; / el perdón y la nobleza son ganas de ser divino./ La tortura y la bondad nunca se fueron de la mano,/ y el derecho de matar es licencia de asesino./ ¿Como un ciudadano que presume de legal y caballero/ puede redimir y condenar como un verdugo justiciero?».
Y aquella noche de febrero de 2001, mirando fijamente a la cámara de televisión, acabó apelando desafiante a la audiencia, a su pueblo, no sin antes culebrear unos versos que piden marco, cristal, pared y alcayata: «Y aunque las manos mortales/ de todos los criminales,/ y Satanás bandolero,/ estén a nuestras mercedes:/ no quiero ser como ustedes,/ no quiero ser como ellos./ Quien quiera pena de muerte/ que suba para ponerme/ la soga al cuello».
Sirva esta introducción para celebrar, por encima de todo, la permanencia con vida de un ser humano empantanado en un archipiélago del remoto oriente, entre selvas y manglares que rinden tributo a dioses arcaicos y crueles, donde la ley está sometida a las veleidades divinas de un archimpámpano que, según sus caprichos, puede estirar el pulgar hacia arriba o hacia abajo.
Como católicos, por cultura y civilización, sabemos que el ojo por ojo y diente por diente nunca fue la solución; pero la pena capital, un castigo de reminiscencias medievales con patente de corso en las aguas del s.XXI, se sigue aplicando en Camerún, Tailandia y en algunos estados de Estados Unidos, como Florida, por citar tres países distantes.
Y hablo de Florida porque nada más salir la sentencia del caso [[LINK:TAG|||tag|||64d104dffae321783d36e007|||Daniel Sancho]] me acordé de Pablo Ibar, aquel compatriota, sobrino del boxeador Urtain, a quien hace un lustro se le conmutó en aquel estado yanqui la pena de muerte por la cadena perpetua, mismo castigo aplicado por la justicia tailandesa al carnicero rubio.
Supe del caso Ibar por el magnífico libro escrito sobre el particular por el periodista Nacho Carretero, «En el corredor de la muerte» (Espasa): un reportaje canónico, objetivo y atractivo, en el que si no está probada la inocencia del reo O-L31274, menos aún su culpabilidad. Es irresistible, tras su lectura, no empatizar con Ibar; al igual que resulta muy difícil hacerlo con Daniel Sancho, asesino de frialdad sicopática, pese a los esfuerzos de la cosa del corazón de blanquear el caso lavándolo a mano en los propios abdominales del condenado: es rubio, joven, guapo, hijo y nieto de actores... Y es nacional, que diría el otro.
Sí, es justo que Daniel Sancho, turista sexual de novela de Houllebecq, pene en los agujeros del sudeste asiático; y no que campe por los platós de España gracias a un potencial indulto, amnistía o medida de gracia concedida por nuestro «Vajiralongkorn» Sánchez, hijo de Sancho.
Y dice su padre, el actor[[LINK:TAG|||tag|||633617de87d98e3342b27036||| Rodolfo Sancho]], que van «a seguir luchando», cual si fuera el Cholo Simeone después de perder un partido de fase de grupos de Champions League. El intérprete, que en el documental de [[LINK:TAG|||tag|||63361b5859a61a391e0a1a6c|||HBOMax]], «El caso Sancho», sobre el asunto ya expresó que «llevo toda mi vida preparándome para esto», una frase escandalosa sobre la que el plumilla Carlos Prieto, en El Confidencial, en la mejor pieza que se ha escrito al respecto (mejorando lo presente) apuntó, rotundo: «y no habla de correr la maratón de Nueva York, sino de su hijo con un serrucho». Toda la vida preparándose para esto. Tócatelas.