Parece que la fortuna le está dando la espalda a Ucrania. Solo un mes después de la Cumbre de Paz en Suiza, los republicanos dominantes insisten en que lo más probable es que obliguen a Kyiv a negociar la paz con Rusia a cambio de algunas concesiones territoriales. Todavía no se han suministrado los aviones de combate occidentales que prometieron que llegarían en julio, el impulso hacia la confiscación de los activos rusos en Europa fue sustituido por su «uso» para respaldar un préstamo propuesto de 50.000 millones de dólares para Ucrania, y además los propios ucranianos están perdiendo su coraje, ya que la proporción de los que están dispuestos a ceder territorios para detener la guerra supera ahora un tercio de la población del país.
Muy probablemente, la fase activa de la guerra puede terminar a principios del próximo año si el nuevo liderazgo de Estados Unidos condiciona la ayuda a Ucrania con la búsqueda de la paz con Rusia y obliga a Moscú a abandonar algunas de sus pretensiones poco realistas (en mi opinión, Vladimir Putin llegaría a un acuerdo con tales propuestas y aceptaría detener a sus tropas en las zonas donde están presentes ahora). El alto el fuego no debería considerarse una tragedia si va acompañado de una mayor integración de Ucrania en la Unión Europea y de su admisión en la OTAN, o de un tratado de seguridad con el bloque que impida nuevos asaltos rusos.
Sea cual sea la nueva configuración, marcará significativamente la política mundial, pero lo que destruirá casi por completo es la oposición de los emigrantes rusos. Desde el inicio de la agresión rusa de febrero de 2022 contra Ucrania –y más concretamente desde la anexión de Crimea y la guerra de Donbás en 2014–, las fuerzas anti-Putin en Rusia han respaldado a la resistencia ucraniana. Cuando el Ejército ruso fue detenido cerca de Kyiv, los emigrados rusos celebraron el giro de la guerra soñando con la derrota de Moscú y la desaparición del régimen de Putin.
El sentimiento se intensificó después de que hasta un millón de rusos huyeran del país a finales de 2022 tras el anuncio de una «movilización parcial». A partir de ese momento, el lema «Victoria de Ucrania-Libertad de Rusia» se convirtió en un eslogan casi oficial de los «buenos rusos» residentes en Europa. La oposición rusa empezó a recaudar dinero para el Ejército ucraniano y apoyar a los ciudadanos rusos que luchaban del lado de Ucrania. En muchos sentidos, diría que se ha vuelto más proucraniana de lo que son los ucranianos medios.
Si uno echa un vistazo ahora a las ONG fundadas por los emigrantes rusos en Europa, se dará cuenta de que más del 80% de ellas describen sus actividades como «antibelicistas» y se centran en una u otra forma de apoyo a Ucrania o a los ucranianos. Los escritores rusos glorifican a los políticos ucranianos, los blogueros rusos entrevistan a expertos ucranianos y los activistas rusos más radicales se reúnen en Ucrania. Los economistas y sociólogos rusos son valorados en Occidente porque se sigue confiando en ellos a la hora de evaluar el potencial económico, las capacidades militares y la evolución política de Rusia. Los medios de comunicación de la emigración rusa se dirigen en primer lugar a los rusos del extranjero y de casa que creen que la victoria de Ucrania cambiará el futuro de Rusia.
¿Qué pasaría si la guerra termina (o al menos se interrumpe), los dirigentes ucranianos se preocupan por la reconstrucción de posguerra y las esperanzas de los emigrantes rusos de regresar a Rusia se desvanecen? Diría que todo esto se convertirá en un golpe irresistible para la oposición rusa emigrada. Dado que en los últimos años ha abandonado por completo la agenda nacional rusa, parece inútil como instrumento para socavar el Gobierno de Putin desde dentro, y en caso de un alto el fuego entre Rusia y Ucrania podría perder la única identidad que le queda: la de aliada de Ucrania y Occidente en su lucha contra Putin.
En los próximos años, los emigrantes rusos –la mayoría de los cuales son profesionales hechos a sí mismos que comparten los valores occidentales– se asimilarán a las sociedades europeas, perdiendo significativamente su identidad rusa y preocupándose más por la vida cotidiana que por las cuestiones políticas.
La oposición rusa a la emigración, debería decir, está liderada, si no compuesta, por personas que hicieron carrera y fortuna en Rusia en los años 90 o 2000 (esto explica, entre otras cosas, que el debate reciente más encarnizado en sus filas fuera provocado por un documental dedicado a la historia de Rusia de los años 90 en el que se criticaba al equipo de Boris Yeltsin) y que durante todo el reinado de Putin fueron continuamente expulsados de la política, los negocios y/o las actividades públicas. Su influencia había disminuido durante años, si no décadas, por lo que había pocas esperanzas de que la recuperaran incluso antes de que comenzara la guerra, pero después de que se pusieran formalmente del lado del enemigo del Kremlin perdieron todo su apoyo en Rusia.
La salida de Ucrania de la guerra completará la historia de este movimiento. Para convertirse en una fuerza antigubernamental de éxito, cualquier oposición debería estar formada por gente joven y ambiciosa sin conexiones con fraudes y errores anteriores; debería estar bien informada sobre la situación real del país, siguiendo las intenciones y deseos de la gente, en lugar de promover ideas que no han resonado en la mayoría de la población durante años; y, por supuesto, debería apostar por el comportamiento racional de sus compatriotas, y no por las acciones de potencias extranjeras. Los liberales rusos descuidaron casi todos estos puntos apostando casi por completo por la victoria de Ucrania sobre Rusia, que nunca tuvo la oportunidad de hacer añicos el sistema de Putin aunque esto llegara a ocurrir. Hoy en día, cuando Occidente se prepara para congelar el conflicto, el destino de los «buenos rusos», como solían etiquetarse a sí mismos, parece funesto.