El guion hollywoodiense exigiría que Simone Biles arrasara con seis medallas de oro, lo que nadie logró antes, para coronarse en París. Después de su defección de Tokio, la más fabulosa gimnasta del siglo XXI entró ayer en liza en sus terceros Juegos Olímpicos dejando inmejorables sensaciones, pese al vendaje que luce en el tobillo izquierdo y la leve cojera que muestra a la recepción de cada salto. Lo dicho, el gusto por la dramaturgia de la Bomba de Ohio la convierte en un fenómeno mucho más allá del deporte. Ella sabe que es un icono y lo explota convenientemente.
En los pasados Juegos, se tuvo que retirar debido a la muy restrictiva legislación japonesa sobre el consumo de ansiolíticos, incluso con receta médica. Emprendió una alabada (¿y alabable?) cruzada para la sensibilización sobre los problemas mentales de los deportistas. En plena competición, ay, de modo que su problemática personal opacó la actuación de las triunfadoras: su compatriota Sunisa Lee, la exuberante Rebeca Andrade, las dos chinas que le ganaron en la barra de equilibrios, el fabuloso equipo ruso… Todo debía pasar a un segundo plano porque la depresión de la reina Simone era más importante.
Este año, felizmente recuperada, ya podemos todos volver a hablar de gimnasia. El Yurchenko doble carpado vuelve a ser lo más importante, qué alegría, y nadie proclama campanudo que «la salud es lo primero». Ninguna gimnasta se ha perdido la cita olímpica por lesión o «burn out», que no es sino otra manera de lesionarse, y ninguna niña debe ser protegida de las exigencias excesivas de sus entrenadores o del entorno familiar. Biles está bien y el mundo vuelve a girar armoniosamente. No se atrevan a desviar la mirada de sus admirables piruetas si no quiere ser cancelado por racista. Ya le dirá ella cuándo preocuparse por otras cuestiones.