Una catedral techno es el escenario emblemático de este festival salvaje que ofrece 22 horas de música electrónica
Mi recuerdo preferido de Monegros es una buena pista sobre el tipo de público que atrae el festival. Ocurrió en 2007, la primera vez que acudía. Me embarqué en el autobús que llevaba desde la Plaza de España (Madrid) al desierto maño, la parte cercana al pueblo de Fraga. Lo primero que encontré, justo en en el asiento de delante, fue a un veinteañero australiano con camiseta de Underground Resistance (legendario colectivo techno) y una pierna escayolada. Llevaba cuatro años sumergido en la escena techno y varios de sus colegas le habían dicho lo mismo: «Tienes que ir a Monegros». Le daba igual la escayola, se lo iba a pasar bien. «Soy camarero, a mi compañero se le escurrió un barril de cerveza en mi pie y no voy a dejar de ir de fiesta por eso», explicaba. Monegros es un festival para gente que considera que la fiesta es innegociable.
El autobús te deja junto a una suave cuesta. Entre ese lugar y la puerta del festival hay unos veinte minutos inolvidables en forma de aparcamiento infinito, donde todos los maleteros abiertos contienen potentes altavoces y todos los techos están llenos de copazos fruto de un botellón colectivo. Casi cualquiera a quien pidas un ron limón te lo va a poner, de hecho te invitan sin que lo pidas mientras suenan a todo trapo sesiones de Dave Clarke, Surgeon y Robert Hood, con una sonidazo de calidad superior al de de muchas discotecas. Es probable que estemos ante la mayor concentración de bafles que se da cada año en nuestro país. Es una tribu acostumbrada a la autosuficiencia que ha crecido al margen de la industria disfrutando en coches, afters y discotecas de polígonos donde las fiestas comienzan (como prontísimo) a las dos de la mañana.
Monegros ofrece 24 horas seguidas de technazo y ritmos adyacentes, pero los más jóvenes son capaces de terminar la fiesta y poner rumbo al garito más cercano a su casa y estar bailando doce más. Otro descubrimiento de aquel primer autobús fueron dos bakalas conocidos como «Jamfry» y «Copón». A mitad del viaje, el primero soltó una frase imposible de olvidar: «Ayer bailé seis horas en la sesión de Danny Tenaglia. Fue brutal, lo mejor de mi vida. Las dos últimas me agarré a la cuerda tensora de la carpa, porque así tenía un punto de referencia». Lo llamativo es que «Jamfry» usaba la palabra «ayer» para referirse a Monegros 2006. Como si el festival fuese lo único que importaba realmente en su vida.
El DJ más querido por aquí es el madrileño Óscar Mulero, un dios techno con prestigio internacional e infinitas horas de vuelo desde los años noventa. Le entrevisté en 2015 y me dijo lo siguiente: «Una de las primeras actuaciones que vi de Steve Aoki en el Festival de Benicàssim, hace tres o cuatro años, traía la sesión enlatada. En el momento en que hay una transición entre temas y el DJ está saltando por encima del público se te quitan las dudas. En realidad, creo que la responsabilidad es del público. Si prefieres que te lancen tartas a escuchar música con sentido tienes un problema gordo», explicaba.
Monegros es para oyentes que aprecian el rigor, la tradición y el vinilo. Juan Arnau, dueño del festival, admira a Mulero por muchas cosas, una de ellas, que jamás ha inflado la burbuja de los DJs. Nunca les ha cobrado más de seis mil euros por una sesión porque respeta de manera sincera el festival y su manera de cuidar el techno. «Es un estilo que nunca pasa de moda porque nunca ha estado de moda», dijo el DJ una vez sobre el techno.
¿Momentos mágicos en Monegros? La primera vez que entré en la carpa «schranz», rebosante de cuerpos adolescentes bailando a 150 latidos (bpms) por minuto, cuando el ritmo de sus corazones es solo de 45. Muchos estaban paralizados porque no sabían cómo moverse con aquello. Miraban a los brasileños Pet Duo como si fuesen Jesucristo reencarnado en la cúpula del Trueno de «Mad Max». Pocas veces he visto tanta euforia concentrada en tan poco espacio. Segundo momento: la sesión de SPFDJ en 2022, con la salida del sol de fondo, mientras ella nos sometía con una tormenta de techno industrial impecable. La cima fue una remezcla imperial de «Born Slippy» (Underworld), himno que detesto pero que aquella mañana y tan bien desfigurado me sonó excelso. Tercera epifanía: uno de los escenarios es un corral de gallinas, donde Aphrodite ofreció una sesión de drum & bass taladrante que sus fieles bailamos felices, saltando como chinches. Aunque estamos ante un festival con fama de macarra, te pasas muchas horas cruzándote con «malotes» y «malotas» que sonríen, ya que estamos en ese día del año donde nadie les toca las narices y pueden dedicarse a hacer lo que más les gusta: fumar, beber, bailar y elevarse en su Neurodisney particular.
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El festival, en cifras
Monegros acogerá a más de cincuenta mil asistentes venidos de cien países diferentes.
Parece muchísima gente, pero el hecho de contar con doce escenarios diferentes repartidos en 120 hectáreas (120.000 metros cuadrados) consigue que casi nunca haya sensación de agobio. Las colas en barras tampoco son largas, ya que se han reclutado a 700 camareros. El total de empleados es de 3.000, de los cuales 600 son agentes de seguridad. Alrededor del recinto estarán aparcados 500 camiones necesarios para el montaje, 30.000 vehículos de los asistentes y 250 autobuses venidos de toda Europa.
¿Un dato curioso? Se manejan más de 70 toneladas de hielo para las copas, refrescos y bebidas energéticas que ayudan a combatir el calor diurno del desierto y a potenciar el frescor revitalizante por la noche. La temperatura máxima serán 28 grados y la mínima, 22. Treinta años lleva celebrándose ya este fiestón en el desierto, y la edición 2024 es la trigésimo primera. Al principio la entrada incluía un bocadillo de butifarra local, que al final fue suprimido y poco a poco se fue sustituyendo por los inevitables «food trucks».
Aunque la homogeneización festivalera no perdona, Monegros sigue siendo un
festival diferente.
]]Monegros, en realidad, son dos festivales en uno. Se llega de día, se hace de noche y a las seis de la mañana empieza Monegros 2, con los cuerpos milagrosamente resurrectos. Te sientes Jesucristo cuando ves la luz de nuevo y confirmas que todavía estás vivo, envuelto en la gloria de Umek, Richie Hawtin, Sven Väth, I Hate Models, Héctor Oaks, Paula Temple o del sonido ácido y ravero de 999999999. Dirías, aunque sabes que es imposible, que tienes más energía a las nueve de la mañana que a las nueve de la noche, cuando estabas disfrutando de raperos como Snoop Doog, Midas Alonso, Tego Calderón, Busta Rhymes o Wu-Tang Clan. Sabes que es imposible, pero también que es verdad.
Es un hecho que el festival se está quedando anticuado respecto a la música urbana actual, que no ha conseguido integrar el reguetón ni la ola desbordante de creatividad callejera que nos llega de Latinoamérica desde mediados de los dosmil. También es cierto que poner el festival al día es una operación tremendamente arriesgada que podría llevarse por delante gran parte de lo que funciona. Seguramente este sea el mayor reto que tiene por delante la familia Arnau, dueña del timón de la nave.
En Monegros vi escenas de fraternidad que seguramente os costará creer. Un grupo de fiesteros preguntando uno a uno a unos cuarenta asistentes del escenario grande hasta que consiguieron localizar al dueño de un móvil que habían encontrado la arena. Una chica de veinte que saca del bolso un abanico de Barraca (legendaria discoteca de la Ruta del Bakalao) para darle fresco a un cincuentón desconocido y con sobrepeso a punto de la lipotimia (yo). Un reponedor de Ahorramás que sabía más de techno que todos los periodistas culturales de Madrid y Barcelona juntos (no es tan complicado, lo admito). La mejor edición fue 2022, donde reinó un ambiente muy especial tras el parón de la pandemia. Aquí la fiesta no es sólo un a válvula de escape, sino un asunto parecido a una religión. Hay algo sagrado en Monegros, ya que su escenario más emblemático es la Catedral Techno. Es el centro espiritual del festival, con su altar y sus vidrieras. También está dios en el escenario más grande, que se llama Sound System Temple, traducible como Templo de los Sound Systems.
Monegros es profundamente popular. Lo aprendí en aquella edición que se celebró el siete del siete de 2007, en la que varios asistentes se quejaban de que coincidiese con San Fermines. Si Sónar es el festival de los diseñadores gráficos, este es (en gran parte) el de los cajeros, mensajeros y aparejadores. Sónar es pijo o pseudopijo, Monegros siempre fue plebeyo. Aquí se reúnen los fiesteros de toda España, por eso es donde se ven menos peleas y menos gente desbordada por las intoxicaciones psiconautas. Importa mucho más la música que cualquier otra cosa. La Catedral Techno tiene un sistema especial de sonido que consiste en un círculo de altavoces colocados en el perímetro de la carpa que apuntan al centro de la pista de baile. El resultado es notable, dando cuerpo y nitidez a la música, algo crucial para un género como el techno, donde los matices importan más de lo que parece. No les extrañe si se animan a ir un año y aquello termina en conversión formal. Una vez que disfruten de una gran noche en Monegros, ninguna de las músicas anteriores volverá a sonar igual. El techno, como saben los felices asistentes, es una de las escenas más adictivas de la historia de la música popular.
