Cuando yo era pequeña teníamos una asignatura que se llamaba así, urbanidad. Solían ponernos a todas muy buenas notas en esta materia, aunque creo que nos juzgaban con indulgencia. La urbanidad es la cortesía, los buenos modales, la amabilidad… El saber comportarse amablemente, también con los desconocidos, imprime belleza a la persona y a la vida misma de todos. Una sonrisa es la mejor manera de desmontar un gesto acido del contrario, lo sabemos y poco lo ejercitamos. El otro día un chaval atropelló a una vecina con un patinete, parece que era un menor, no paró. A la mujer la dejó mal herida, pero él agarró su patinete y salió huyendo. ¿Cómo serán los padres de ese chico? Sin ética ni urbanidad seguramente. Por cierto, dicen que el año pasado hubo más de 300 siniestros por patinetes y 11 muertos contabilizados. Mi vecina sigue encerrada en su casa.
Ser amable no debe ser fingimiento, no solo esa cuestión formal que tantos practican. La amabilidad tiene que venir del corazón, si no es así se nota.
Es también urbanidad un conjunto de reglas para convivir en las calles de las ciudades. Algo que me sorprende mucho es el desconocimiento de los peatones sobre su modo de circular. Cada uno va por el lado de la acera que le apetece lo que provoca choques y bolsazos múltiples; asimismo esa situación de pararse frente a frente y balancearse los dos hacia el mismo lado. ¿Sería muy complicado que las televisiones hicieran de vez en cuando una campaña de urbanidad? Sería una inversión pequeña y muy fructífera.
El otro día recriminé suavemente a una señora que tiraba botellas al contenedor de orgánicos. La pobre mujer me contestó que no sabía que significaba «orgánico»; me dio una lección de tres pares.
¿Y qué me dicen de entrar en casa ajena sin preguntar por descalzarse? Yo tengo en el vestíbulo zapatillas de un solo uso, pues la mayoría ni las ve. Hala, a esparcir bacterias por los suelos. En fin, tantas cosas.