Nada hay que, al cabo, despiste tanto como volverse sabio repentinamente, así que a cada rato me ronda el miedo de sufrir un brusco ataque de inteligencia —esto es, un desembarco de neuronas paracaidistas que sometan y pongan a trabajar a las que, perezosas, bostezan en mi cerebro— y terminar vislumbrando, cual médium de medio palo, cosas que nadie percibe.
Hace poco entré en trance, tras ver cómo un muy popular artista de la música, que decidió con soberanas ganas establecer su ruta vital entre La Habana y Miami, puso patas arriba en esa ciudad estadounidense un programa y un canal de televisión de tristes evocaciones con un argumento siiimpleee, pero que allí mete miedo: ¡yo sí voy a cantar a Cuba! ¡Mi familia está primero!
Todos lo vieron, pero desde antes cualquiera hubiera imaginado el resultado: aquello fue como mostrarle la cruz al conde de los vampiros, de modo que el cantante no pudo nunca hablar del disco que pretendía promover y, al rato, en un episodio de exaltación inducida se paró bruscamente y se marchó porque los anfitriones, liderados por una «intérprete» de voz muy desafinada, querían a la brava «cantar» otra pieza ajena a su repertorio.
Puede que el hecho pasara como uno más entre tanta farándula de las redes, pero «mi muerto», que ha de haber caído en un combate analógico, me dice al oído que tal acto en plena manigua comunicacional de Miami debe entenderse como auténtico grito de independencia —de allá, de aquí, de acullá…— del arte frente a las más duras presiones políticas.
Porque ese artista, cuyo nombre omito solo para evitar que los acosadores le «otorguen» a la fuerza un carné del Partido Comunista que jamás ha pedido, hizo al cabo de tantos años lo que tantos otros se atrevieron apenas a soñar: sacudió, en vivo, el cepo de la manipulación. A resultas hasta yo, que llevo una eternidad escuchando más bien canciones de metáforas suaves, casi rurales, le aplaudo, y con ganas, ese gesto de rebeldía típico de la música urbana.
Es tal la angustia económica en Cuba que no ha de quedar mucha tela para cortar antifaces, pero con todo resulta evidente que nos quedan unos cuantos camajanes, suerte de talentos locales de la simulación: fulanos de rostro múltiple que probablemente en un mes, un año o un quinquenio veamos al otro lado del muro tirando para acá las mismas piedras que ahora pretenden esquivar; sin embargo, señores, el camajanismo en los medios es la especialidad de la casa en el trozo de Miami tomado por la contrarrevolución.
Los intransigentes que también tenemos aquí no pueden dejar de reconocer que muchos de aquellos que hoy nos martirizan nacieron en pueblos nuestros.
Esos locutores, artistas, periodistas… que tras el brinco mantienen la voz, pero cambiaron su palabra, que gozaron en La Habana la condición de figuras y luego, allá, aceptaron mansamente su castración cultural para erigirse en agitadores del odio, no pueden verse de otra manera, en cualquier idioma, por mucho maquillaje interior que les pongan: come on, come on… camajanes.
No, no es tampoco el mundo al revés, simplemente al final de tanto cinismo se muestra la cara real del mundo al derecho… un tanto torcido: están allá, y no aquí, los que condicionan el discurso de las figuras que desean intercambio y además persiguen sus carreras, incluso tras fronteras ajenas, intervienen decisiones familiares, enturbian opciones de contratos y, a la postre, les estrangulan las cuentas. Muy demócratas, ellos…
Aunque crecientes audiencias en Cuba los consumen como lo más entretenido, ingenuo y natural del mundo, muchos de los shows de televisión floridanos ofrecen al artista, si es cubano y quiere a su tierra, no una butaca de estudio donde sentarse a dialogar, sino una silla eléctrica para achicharrarle el verbo. Es el negocio de la dictadura a pulso, y con dinero, en que el Gobierno poderoso intimida países, mientras los medios amedrentan a individuos. El «régimen», con el esdrújulo peso de la palabra.
No es tan difícil comprender por qué una comunidad con considerable peso demográfico y real acierto para el emprendimiento económico no consigue afirmar a igual altura los valores de la cultura de la cual procede: mientras se deje intimidar por un núcleo insensible y admita el fomento de la peor relación con sus fuentes nutricias —¡que brotan en Cuba, sí, por mucha precariedad que haya!— los resultados quedarán a deber.
A todas luces, en Miami se impusieron de facto ciertos comités de defensa de la contrarrevolución con un nivel de activismo y aseguramiento que, la verdad sea dicha, ya quisieran rescatar muchos de los CDR cubanos para cumplir su tarea. Más que cuidar una cuadra desde el hogar de familia, tras la mirilla de la Florida extorsionan políticamente a una comunidad casi en pleno.
Hay mil pasajes en redes, así que nadie puede negar cierta paradoja orwelliana: los actos de repudio los hacen allá, en pleno aeropuerto, con una información previa al arribo cuando menos sospechosa. Resulta que ahora les irritan los testimonios de conversión ideológica «gratiñanes» por los que antes ofrecían millones.
Esta es, ni más ni menos, una angustia nacional compartida. Las caricaturas y estereotipos caducaron hace mucho. Somos, a un tiempo, Kramer contra Kramer y Kramer junto a Kramer: cubanos de aquí que quieren brincar hacia allá; cubanos allá que lamentan su partida o añoran el regreso; compatriotas de éxito a un lado y otro; a un lado y otro, mezquindad y virtud, penuria y gozo… patria y humanidad con todos sus dilemas dentro.
El dinero fuerte está en la península, definitivamente, pero aquí queda un archipiélago de tierra y mar bajo un buen trozo de cielo recién lavado, quedan los muertos enterrados y los muchachos que aún se nos dan, tercamente luminosos.
Quedan aquí los recios horcones familiares, los paisajes tejidos con los mismos hilos de una historia que nadie nos podrá cambiar y esos barrios de extraño encanto en medio de la pobreza por los que un músico se atreve un día a decirle al más pinto de la paloma la frase más bella que oídos humanos hayan escuchado: «¡Voy a Cuba cada vez que me dé la gana!». (Tomado del sitio web Cubaperiodistas)