Han transcurrido las primeras dos semanas del gobierno encabezado por la nueva presidenta de México, marcadas por el desasosiego político y la violencia criminal, herencia de pasadas administraciones, que, dada la narrativa oficial, parece no ofrecer cambios sustantivos en la conducción de los destinos nacionales.
La reforma al Poder Judicial, que tanta inquietud ha generado, tal como se aprecia, no tiene marcha atrás. La maquinaria morenista ha sido puesta en operación y la elección de los juzgadores quedará en manos del ‘pueblo’, con las consecuencias inherentes en la estructura y funcionamiento del Estado.
Tampoco se percibe un derrotero distinto en la contención de la intensa actividad de las bandas criminales que siembran el terror en diversas partes del territorio, donde la acción del Estado es prácticamente testimonial, toda vez que, se ha reiterado desde la máxima tribuna, no se recurrirá a la confrontación armada con los generadores de violencia, una sutileza que indica con claridad que no habrá balazos para los delincuentes por parte de las fuerzas gubernamentales.
La estrategia de seguridad anunciada por el recién nombrado secretario García Harfuch, planteada sobre cuatro ejes: atención a las causas; consolidación de la Guardia Nacional; fortalecimiento de la inteligencia e investigación, y coordinación absoluta en el gabinete de seguridad y con los estados, en esencia es la reivindicación de la política establecida desde la administración que acaba de concluir, aunque fraseada de una manera un poco más estructurada.
Cierto es que deben atenderse las causas y eso nos conduce al largo plazo. Por supuesto que deben fortalecerse permanentemente las organizaciones de seguridad y los órganos de inteligencia del Estado y claro que la coordinación interinstitucional es obligada para lograr eficiencia y eficacia y, de todo ello, surge la pregunta de si esto no se ha venido realizando en el pasado, dado que la criminalidad se ha extendido territorialmente y ha diversificado, evidentemente, sus actividades delictivas.
Dando por sentadas la atención a las causas y la coordinación interinstitucional, la operatividad se centraría en el despliegue, en la presencia de las fuerzas del Estado y la generación de productos de inteligencia robustos que sean operables, es decir, que puedan ser usados eficazmente para la prevención, identificación, captura y procesamiento de los delincuentes, pero ¿cómo se logrará todo eso si reiteradamente se instruye a evitar la confrontación?
El contar con elementos de juicio sólidos, con productos de inteligencia robustos, debería conducir, por su propia naturaleza, a operaciones exitosas para la neutralización de los grupos criminales y, en consecuencia, a enfrentamientos, como ya ha ocurrido en el pasado reciente.
Por ello, se antoja muy complejo lograr la contención de la inaudita violencia que vive el país sin antes recuperar el weberiano postulado que otorga al Estado el monopolio de la violencia legítima.