Este martes, el episodio del podcast The Daily de The New York Times presentó un análisis sobre cómo el TLCAN redefinió la política en Estados Unidos. Se explica que el consenso que hizo posible ese tratado ya no existe. Tan es así que, hace unas semanas, en el Baker Institute, C.J. Mahoney, quien fue representante comercial adjunto en el gobierno de Trump, anticipaba que la renovación del T-MEC era poco probable, ya que resulta difícil imaginar que vuelva a alinearse la constelación de actores que permitió su aprobación hace cuatro años.
El TLCAN fue impulsado en los años noventa con el apoyo de republicanos y demócratas. Este acuerdo, respaldado incluso por el consejo editorial de The New York Times, reflejaba una visión generalizada de que el libre comercio era una solución de sentido común. Sin embargo, los promotores del tratado no supieron anticipar los costos humanos, como la pérdida de empleos manufactureros en estados como Michigan, Ohio y Wisconsin, lo que provocó un realineamiento político y abrió el camino a Donald Trump.
Lo que ha ocurrido en Estados Unidos es comparable a lo sucedido en México con el “consenso neoliberal”, que guió las políticas públicas durante las últimas tres décadas. Este consenso, promovido y aceptado por las élites tecnocráticas, la clase política, el empresariado y buena parte de la intelectualidad y los medios, llegó a ser visto por estos grupos como el único camino viable para el desarrollo del país. Sin embargo, el ascenso de López Obrador reveló que ese discurso y las políticas que lo acompañaron carecían de respaldo social y eran políticamente insostenibles, pese a estar avaladas por la ciencia económica y las mejores prácticas internacionales.
Uno de los momentos culminantes de este consenso fue el Pacto por México, suscrito por el PRI, PAN y PRD en 2012, que impulsó reformas en áreas clave como la energía, telecomunicaciones y educación. Al igual que el TLCAN redefinió la política en Estados Unidos, este pacto sacudió la política en México. Sin embargo, al ser un acuerdo cupular sin respaldo social, se convirtió en un blanco fácil para López Obrador. Además, la unión de los tres partidos terminó asociándolos con el desprestigio del gobierno de Enrique Peña Nieto, lo que allanó el camino para la irrupción de Morena en el escenario nacional.
A López Obrador le resultó fácil incluir a los medios, analistas e intelectuales en su lista de enemigos públicos, ya que muchos de ellos, aunque críticos de los gobiernos en turno, no se opusieron a la ortodoxia neoliberal. Con frecuencia, sus críticas señalaban desviaciones del modelo, más que cuestionarlo en su esencia. Ante la fuerza de la crítica del tabasqueño y su arrastre social, todo lo que antes sustentaba el proyecto “modernizador” quedó desacreditado. Siguiendo las señales de López Obrador, amplios sectores repudiaron las recetas económicas del pasado, los partidos que las adoptaron y el ecosistema de pensadores y medios que no se opusieron frontalmente a ellas.
En su lugar, ahora tenemos el credo de la Cuarta Transformación, un proyecto que ni la oposición ni la crítica más rigurosa han logrado mellar. Aunque no es más que una versión ajustada del nacionalismo revolucionario, este credo se dirige al pueblo no desde el olimpo de la ciencia y la academia, sino apelando a sus necesidades más básicas. Ofrece un gobierno empático y benefactor que distribuye diversos apoyos sociales, en contraste con uno más eficiente pero distante, centrado en cambios estructurales y promesas de grandes resultados a largo plazo. Que esa oferta no atienda las causas de fondo que más impactan el bienestar es otro tema.
Al igual que el consenso que promovió el libre comercio en Estados Unidos, el que impulsó las políticas neoliberales en México fue gestado por las élites, sin considerar los efectos sociales. La gran diferencia es que, en Estados Unidos, los demócratas han reconocido esta realidad y están buscando reconectar con las clases trabajadoras, sin perder el apoyo de los votantes suburbanos más afluentes. Queda por ver si esta estrategia será efectiva en las urnas, pero está claro que los demócratas han dejado atrás las recetas de Bill Clinton, e incluso las de Barack Obama.
Nada de esto se observa en la oposición mexicana. En la última campaña presidencial, la oposición no ofreció mucho más que un retorno a las políticas del pasado reciente, que no conectan con la mayoría de la población. Esta estrategia resultó insuficiente, quizás hasta contraproducente, para recuperar la Presidencia y el control del país. Lo que se necesita es una reinvención de los partidos, con una agenda que acepte que ese pasado no volverá y que proponga una nueva dirección para el país. Sin duda, esta es una tarea titánica, pero sin ella no se vislumbra cómo la oposición pueda volver a ser competitiva, salvo que la Cuarta Transformación implosione. Y como eso no depende de ellos, si optan por esa ruta, no les quedará más que sentarse a esperar.