No era exigible la ruptura. Es perfectamente legítimo asumir una identidad política y cultivar lealtades personales. La Presidenta está en su derecho de vivir y expresar su culto. Tampoco se le puede reprochar que honre el liderazgo que la formó, la historia compartida o las luchas emprendidas. Las personas somos hechuras, huellas, de otros. No debe sorprender la ausencia de deslindes ni la defensa abierta, y hasta enfática, del gobierno o de la trayectoria de su antecesor. En política se defienden verdades probables, proyectos falibles y, muchas veces, la devoción se vuelve actitud. En la lucha por el poder el deber de objetividad o el rigor crítico no son imperativos de militancia. El discurso político mastica la realidad para persuadir desde la inevitable parcialidad. Y eso es justo lo que hizo la Presidenta en su día inaugural: habló desde el obradorismo para el obradorato.
Negar las implicaciones de ese discurso que surgió desde la trinchera de la polarización es “vivir en la mentira”, como diría Vaclav Havel. En el autoengaño de quienes aún sueñan con la Presidenta moderada, hay una forma involuntaria de colaboración con la construcción de un régimen autocrático. Me refiero a quienes todavía ponen veladoras a la conversión pragmática que supuestamente concede el poder mitológico de la banda presidencial . Y digo que es una forma de colaboración porque empieza por desactivar las cautelas y termina por ceder líneas de defensa ante el poder. El principio del autoengaño está en esos ingenuos augurios de que la reforma judicial se desactivará en las leyes secundarias, que la militarización estará contenida en el mando juicioso, que la economía se aliviará en el manejo prudencial de las finanzas públicas o que el maniqueísmo populista se desvanecerá con el caudillo. En la esperanza en el próximo discurso o en la magnificación de ese pequeño gesto que sugiera algún desmarque. En la falsa idea de que el obradorismo se jubila con López Obrador.
Es una claudicación ética y política mirar como simple homenaje de despedida la oferta de continuidad con la que inicia este gobierno. En lugar de especular si fue un discurso impuesto por la complejidad de los relevos de poder en un régimen monolítico, es preferible tomar en serio sus trazos. El movimiento, de entrada, no se mira en el espejo del recorrido de la izquierda democrática mexicana. Ante Ifigenia Martínez y en la ausencia de Cuauhtémoc Cárdenas, se nos revela que la posibilidad de arribo de la primera mujer presidenta de México inició, en realidad, en el desafuero. La terquedad de López Obrador antes que las disidencias clandestinas, la lucha sindical y universitaria, la apuesta por la vía democrática después de 1968, el cisma electoral de 1988 o la incansable denuncia feminista. En el relato de la Presidenta la travesía por la democracia se “cimbró para siempre” 19 años atrás, “en un atropello a la libertad”, en “el intento de un fraude anticipado”, en el juicio del entonces popular alcalde de la Ciudad de México. Por eso la cuarta transformación tiene dueño y ejemplo: es el legado de un luchador social que reinstaló una nueva hegemonía, demolió los cimientos del régimen plutocrático de la transición y entregó la banda a una mujer. La obra de un liderazgo vertical que sustituyó a las élites del país en nombre del pueblo. El patriarca que escogió sabiamente a su heredera.
Si la causa de lo causado es incuestionable, ¿por qué habría de ser distinto el programa? Si el decálogo de los mandamientos según san Andrés ha creado un nuevo evangelio en la política, ¿qué sentido tiene cuestionar los cimientos de la fe? ¿Para qué borrar las trincheras de la parcialidad cavadas por López Obrador que provocaron 36 millones de votos, la mayor concentración de poder desde la dictadura perfecta y la irrelevancia opositora?
Muchos recogimos con cierto optimismo los mensajes de moderación, pragmatismo, institucionalidad de López Obrador hace seis años. La destrucción de la democracia constitucional vale como prueba de engaño. Ahora no se puede oír lo que se quiere escuchar. En la mesa no hay otra oferta que la profundización del obradorato. Que no haya ilusos, para que no haya desilusionados.