Para cumplir el mandato divino y poder darle nombre a los seres y a las cosas, es necesario pasar, mediante la literatura, por el reconocimiento de la realidad propia y el sentido que tiene la existencia de los demás; así describe el Papa Francisco –alguna vez él mismo un profesor de letras– la importancia de los libros en la formación de las personas. Lo anterior comentaba en mi última columna, a propósito de una reciente carta del Vaticano, donde consideré la utilidad de saber contar nuestra historia como vía hacia la superación de las empresas. Enfaticé a los pequeños negocios, a las empresas familiares, porque son ellas quienes mejor podrían beneficiarse de mirar a sus organizaciones con nuevos ojos. Porque lo más grande de un negocio familiar es el espíritu emprendedor, éste puede alzarse –si acaso lo invitamos– por encima de las limitaciones del tamaño o los recursos del negocio. Lo tiene claro la interlocutora para el empresariado y el gobierno, Altagracia Gómez Sierra, quien ha definido a las empresas familiares como los verdaderos unicornios, fundadas en la incondicionalidad del amor.
Tarea vital, tanto para el poeta como para el empresario, acercar el mundo a su lenguaje. T.S.Eliot, nos cuenta la epístola papal, percibía en la sociedad una “incapacidad emotiva generalizada”; por ello, cuando le preguntaron al Pontífice qué podía aprender Occidente de Oriente, éste respondió “creo que Occidente carece un poco de poesía”. La literatura nos otorga la oportunidad de recuperar y conquistar nuestra emotividad, maravillarnos del mundo, clave para comprender las palabras de Gómez Sierra sobre el verdadero valor de las empresas familiares. La incondicionalidad de los principios que las sustentan las arraiga a nuestras comunidades y las convierte en más que negocios: juntas constituyen 90 por ciento de las unidades económicas nacionales y suman 85 por ciento del PIB, según datos del INEGI. Alrededor de ellas la sociedad prospera, dentro de ellas las familias se multiplican: cuidarlas significa preservar la integridad de nuestro país.
Tiene ya demasiado tiempo que en nuestra ciudad se escucha decir “acabar con la informalidad”; “atacar el ambulantaje”; empero, la informalidad no implica criminalidad, y es allí donde hay que aceitar el engranaje de la crítica y, con empatía y humanismo, reformar esa manera de hablar. Expresemos mejor que acompañaremos a las empresas en el camino que ya tienen en la mira, el de la profesionalización e institucionalización de sus sueños. Conozco de primera mano la radical diferencia entre contar o carecer de asesoría, lo decisivo que resulta poder consultar con confianza sobre el sinfín de asuntos que un emprendedor enfrenta durante su trayectoria. Son estas alternativas las que hay que procurarles, no la persecución velada en una narrativa que las malinterpreta. Las más pequeñas empresas ya batallan contra el rigor de los mercados internacionales y el vaivén de las mareas políticas, liberémoslas del peso de un injusto lenguaje demeritorio y procuremos lo que más pueda impulsarlas: desde las opciones de digitalización hasta los servicios que los libros y la literatura disponen. Porque, “si hemos de tomar la fortaleza de la pobreza y la ignorancia” no debemos prescindir de ningún arma; fomentemos la lectura en nuestras organizaciones y tratemos a nuestras empresas con el cariño que merecen, juntos, sin dejar a nadie atrás.