Tras cinco años de ejercer el poder presidencial y a semanas de entregarlo con alto índice de popularidad, Andrés Manuel López Obrador aún confunde voluntad con realidad. Siendo vistoso e importante, el poder presidencial no es el único e ignorar otros puede acarrear descalabros o tropiezos en el ocaso del mandato y complicar aún más la continuidad y posibilidad del próximo gobierno.
Preguntar afuera qué sucede adentro advierte de la pérdida de soberanía, del control de la seguridad interior y las fronteras. Dialogar con familiares de 43 desaparecidos sin abogados de por medio no subraya el afán de buscar la verdad y la justicia, sino el ansia de llegar a un acuerdo. No honrar ni reivindicar a un mando policial comprometido cuando el crimen atenta en su contra o lo asesina, deja al descubierto a la ciudadanía e incentiva la impunidad. Emprender una reforma judicial sin tener claro el fin ni los recursos augura no la solución, sino el agravamiento del problema.
A estas alturas del sexenio ni caso repensar en el límite y el horizonte del poder presidencial. No cabe ya, pero sí no incurrir en actos o desplantes cuyas consecuencias impactarán a la próxima presidenta de la República, a quien el mandatario tiene como digna sucesora.
El poder presidencial es principal, pero no único y su ejercicio no supone todo poder.
La fuga de mexicanos a Guatemala huyendo de la guerra y la leva criminal en busca del cobijo y la protección de un Estado extranjero ante la inacción del nacional, así como la aparición de dos capos criminales mexicanos en Estados Unidos sin saber cómo fueron a dar allá, habla no de poder, sino de no poder. Revela el fracaso de la militarización de la seguridad interior y del control de las fronteras.
Aun con aires de exigencia, preguntar desde Palacio Nacional al gobierno de Estados Unidos qué, dónde y cómo fue lo sucedido con Ismael Zambada y Joaquín Guzmán López exhibe la nulidad del poder presidencial ante un acontecimiento de esa talla. Quizá, el Ejecutivo tenga información, pero la imposibilidad o la incapacidad de explicar lo ocurrido delata un poder disminuido y la ineficacia de al menos cuatro servicios de inteligencia (como expuso Sergio Aguayo): el Centro Nacional de Inteligencia, el de la Fiscalía General de la República, el Sistema de Inteligencia Militar y la Unidad de Inteligencia Naval. Si ninguno sabe lo sucedido, sólo resta preguntar a quién espían.
Buenos para acordonar escenas tras cometido el crimen, resultaron la Guardia, el Ejército y la Marina. Cómo explicar que si años atrás México era refugio de guatemaltecos que huían de la violencia política, ahora Guatemala sea refugio de mexicanos que escapan de la violencia criminal. Ni caso preguntar por el gobierno de Chiapas, la estampa del gobernador Rutilio Escandón referida hace ocho días atrás, corresponde hoy a la de un fantasma.
¿Dónde y cómo queda el poder presidencial ante la pérdida del control de la soberanía en las fronteras? ¿Pesa más el poder imperial, criminal y militar que el presidencial? Vaya herencia la que se deja al norte y el sur del país.
Si bien al inicio del sexenio se ponderó aplicar la política de punto final ante asuntos que exhiben la debilidad del Estado de derecho, la idea del imbatible poder presidencial llevó a Andrés Manuel López Obrador a comprometerse a esclarecer lo sucedido la noche de Iguala, dar con la verdad y hacer justicia.
Aunque hay decenas de miles de desaparecidos, el mandatario se comprometió a dar con el paradero de 43 a fin de marcar la diferencia. El problema era de querer, no de poder. Hoy, sin embargo, el asunto se halla de nuevo en el punto de partida, dejando entrever que sí hay un poder superior al presidencial.
Pedir a los familiares de los jóvenes normalistas desaparecidos mantener el diálogo, pero sin abogados es inconcebible y comprometer al próximo gobierno a atender y resolver lo que él no pudo –pretérito del verbo poder– no habla del afán de dar con la verdad, sino del ansia de escapar de ella.
Hace ya más de cuatro años, el Cártel Jalisco Nueva Generación atentó contra el entonces secretario de Seguridad Ciudadana de la capital de la República, Omar García Harfuch, y el pasado 21 de julio el crimen ejecutó a Milton Morales Figueroa, coordinador general de la Unidad de Estrategia Táctica y Operaciones Especiales de esa misma dependencia.
En ambos casos la afrenta exigía empeñar toda la fuerza del Estado, no sólo la del gobierno local, en dar con los autores materiales e intelectuales y dejar en claro que atacar o asesinar a policías que se juegan la vida contra el crimen tiene un elevado costo. En el primer caso, el presunto autor intelectual, Nemesio Oceguera Cervantes, sigue libre, asomándose de seguro a la ventana de oportunidad que le abre la captura o la entrega de dos capos competidores. En el segundo caso, hay dos detenidos, pero no los asesinos materiales o intelectuales.
Si a un policía comprometido en la lucha contra el crimen no se le honra y reivindica, el crimen festeja el imperio de la impunidad y la ciudadanía queda a la intemperie. El poder criminal supera, por lo pronto, al presidencial.
Ir así a la reforma del Poder Judicial sin claridad de si la medicina corresponde a la enfermedad ni saber el costo del tratamiento es embarcarse en una aventura cuyo desenlace puede complicar al próximo gobierno.
Con la inflación como amenaza, la economía perdiendo impulso, el presupuesto comprometido y la inseguridad golpeando, el mandatario oye el vítor de la popularidad sostenida, sin advertir que camina hacia el fondo de un callejón adonde entregará el gobierno, dejando incertidumbre por herencia. No todo es poder.