La autoproclamación de Nicolás Maduro como ganador en la contienda del 28 de julio de 2024 no es sorpresiva. Lo verdaderamente impactante ha sido ver a millones de venezolanos expulsados por las condiciones deplorables en su país, emigrando desesperadamente a otros lugares en busca de supervivencia. Estas personas han abarrotado plazas y calles alrededor del mundo, poniendo rostro a una crisis humanitaria que no puede seguir siendo ignorada.
Más de siete millones de venezolanos han abandonado su hogar, huyendo de una economía colapsada, una escasez extrema de bienes básicos y una inseguridad generalizada. Este éxodo masivo no solo refleja la urgencia de escapar, sino también un clamor profundo por justicia y transparencia. Los venezolanos en el exilio han alzado sus voces desde diversos rincones del mundo, demandando un cambio estructural y un respeto esencial a los derechos humanos.
La reelección de Maduro en 2024 ha sido marcada por denuncias de fraude e irregularidades que ponen en duda la legitimidad del proceso. El Consejo Nacional Electoral (CNE), encargado de supervisar las elecciones, ha sido criticado repetidamente por su falta de independencia y transparencia. Las denuncias incluyen manipulación de resultados, la expulsión de testigos de la oposición de los centros de votación y la destrucción de material electoral. Estas acciones no son aisladas, sino parte de un patrón sistemático de control y manipulación que ha caracterizado la administración de Maduro.
La corrupción en las instituciones venezolanas bajo el mandato de Maduro ha sido desenfrenada. Desde su ascenso al poder en 2013, Maduro ha consolidado su control sobre el poder judicial, el CNE y otros órganos clave, asegurando que sus decisiones sean prácticamente incuestionables. Este control institucional ha permitido al régimen operar con impunidad, reprimiendo a la oposición y silenciando a los críticos. Las elecciones de 2024 no fueron una excepción; la manipulación y la falta de transparencia fueron evidentes, con observadores internacionales limitados y veedores seleccionados que no cuestionarían el proceso.
Este escenario recuerda otros momentos históricos de caos y transición. La caída del Muro de Berlín en 1989 marcó el fin de una era de opresión en Europa del Este, pero también trajo consigo un periodo de inestabilidad y adaptación. Los ciudadanos de la Alemania Oriental, acostumbrados a la vigilancia y control del régimen comunista, enfrentaron un mundo nuevo lleno de incertidumbre y desafíos. Sin embargo, esa transición caótica abrió el camino a la reunificación y a la eventual prosperidad de una Alemania unificada.
Del mismo modo, el final del apartheid en Sudáfrica en la década de 1990 fue precedido por años de intensa lucha, violencia y caos. La transición hacia una democracia multirracial bajo el liderazgo de Nelson Mandela no fue inmediata ni sencilla, pero la perseverancia de su gente y la presión internacional lograron desmantelar un sistema profundamente arraigado de segregación y discriminación.
Venezuela se encuentra en una encrucijada similar. El fin del ciclo de Maduro implica inevitablemente un periodo de caos e incertidumbre, pero también ofrece una oportunidad única para reconstruir el país sobre fundamentos de justicia y democracia. La comunidad internacional juega un papel crucial en este proceso. No podemos abandonar a los millones de venezolanos que claman por justicia y un futuro mejor. La presión diplomática y el apoyo a iniciativas democráticas son esenciales para asegurar una transición pacífica y efectiva.
La comunidad internacional debe reconocer la gravedad de la situación en Venezuela y actuar en consecuencia. No se trata solo de proporcionar ayuda humanitaria, sino de ejercer presión política y diplomática para asegurar que se respeten los derechos humanos y se restauren las instituciones democráticas. La historia nos ha enseñado que la indiferencia es el mayor aliado de la injusticia. Por ello, es imperativo que la comunidad internacional no solo preste atención, sino que también actúe.
El clamor de los venezolanos no es solo una demanda de procesos electorales transparentes, sino un grito por la restauración de la dignidad y los derechos fundamentales. En estos momentos de caos, debemos recordar que de la adversidad puede surgir la esperanza. Los millones de venezolanos que han sido forzados a dejar su hogar merecen más que nuestra compasión; merecen nuestra acción decidida. Es momento de apoyar sus demandas y trabajar juntos hacia un futuro donde el clamor de Venezuela sea escuchado y respetado.
La justicia y la transparencia no son solo ideales abstractos; son derechos fundamentales que deben ser garantizados para todos. Es nuestra responsabilidad colectiva asegurarnos de que así sea, brindando a Venezuela la oportunidad de renacer de sus cenizas y construir una sociedad justa y equitativa para todos sus ciudadanos.