Lo que está en juego en las próximas semanas es el diseño mismo del Estado mexicano, la concentración del poder en el Ejecutivo federal, el equilibrio de poderes y el cambio del sistema político-electoral, entre muchas otras cuestiones involucradas en el llamado “Plan C” y en su propuesta de 18 cambios constitucionales y 5 legales.
De eso estamos hablando, de que cambien de manera radical los parámetros y las condiciones sobre las cuales se ha construido nuestra incipiente, y como se está demostrando, frágil democracia. Estamos hablando de que las reglas para dirimir nuestras diferencias y el arbitraje en torno de ello cambien de manera radical y quienes pretenden ese cambio aducen que ese mandato emanó de la jornada electoral del pasado 2 de junio.
Inferencia que no se sostiene por ningún ángulo. Una cosa es que la votación por quien ocupará la Presidencia de la República haya sido clara y contundente (independientemente de lo inequitativo de la contienda y la sistemática violación a las normas electorales) y otra que eso se pretenda interpretar y ejecutar como un mandato para cambiarlo al arbitrio de una mayoría que para esos efectos es insuficiente.
Los procesos electorales siguen su curso y ahora, dicen los abogados, nos encontramos en la fase jurisdiccional, es decir, en el desahogo de las quejas que se presentaron, de manera tal que debe dilucidarse si las elecciones transcurrieron conforme a lo previsto en las disposiciones electorales, para una vez resuelto eso calificar la validez de las mismas.
Los temas sobre la mesa de las autoridades son varios e involucran a todos los cargos que estuvieron en juego el pasado 2 de junio. Así que por lo que se refiere al Congreso de la Unión, en particular a la Cámara de Diputados, lo que se debate es cuántas diputaciones tendrán los distintos partidos políticos. Parecería lógico suponer que eso depende del número de votos que obtuvieron, pues no, hay quien considera que eso no debe ser así.
La coalición “Sigamos haciendo historia” (Morena, PVEM y PT), que obtuvo el 54% de la votación, reclama el 74% de las curules, es decir, 375 diputados, 20% más de los votos que tuvo. Es decir, un voto por esa coalición valdría 1.4, mientras el valor de un voto para la oposición (“Fuerza y Corazón por México” y MC) sería 0.5, ya que con el 46% de la votación tendrían el 26% de la representación (125 diputados). En otras palabras, se estaría rompiendo el principio fundamental de cualquier democracia: el valor del voto, un ciudadano un voto y todo voto tiene el mismo valor.
Lo anterior, sin desconocer que en el texto constitucional se contempla la posibilidad de que los partidos políticos (dada la historia de estas disposiciones, para estos efectos las coaliciones deberían considerarse como un PP) puedan tener un número de diputados que no exceda el 8% de la votación que obtuvieron. Estos son resabios de aquella cláusula de “gobernabilidad” que creó para sí el priismo como una de las condiciones para la transición democrática.
No se trata de una cuestión menor, ya que de confirmarse la pretensión de la coalición gobernante, a fines del próximo mes de septiembre, a escasas 10 semanas, podríamos amanecer con la novedad de que el Estado mexicano como lo conocemos ha sido reformado. Morena y sus aliados estarían a tres senadores de aprobar el “plan C”, con lo que el Poder Judicial se vería mermado y con ello las condiciones de impartición de justicia y el equilibrio de poderes. Además, el sistema de partidos y las condiciones de acceso a él podrían cambiar, los órganos autónomos podrían desaparecer y la organización y arbitraje electoral podrían verse restringidos, perdiendo las instituciones responsables de esas tareas su autonomía e independencia.
De eso y otros temas más estamos hablando, como la formalización del paso del mando de la Guardia Nacional al Ejército, si no se respeta la voluntad ciudadana manifiesta en las urnas el pasado 2 de junio. No cabe duda que la ciudadanía votó con claridad por quien encabezará el Ejecutivo federal, pero no por la reconfiguración del Estado y sus instituciones.
Están en proceso de dictaminación las diferentes iniciativas asociadas al “plan C” para que una vez instalado el Congreso de la Unión el 1 de septiembre, los dictámenes sean sometidos a la votación de esos colegiados aún en el mandato de López Obrador, de manera tal que sin más discusión y haciendo uso de una mayoría construida artificialmente, que no fue la votada, se modifique el Estado mexicano como lo conocemos. Todo quedaría en el Senado en donde, como ya lo indicamos, bastarían tres votos de legisladores de la oposición para que las reformas procedieran.
De ese tamaño es lo que se pretende hacer, y de esa envergadura la responsabilidad de las autoridades electorales al resolver sobre la asignación de las y los diputados. En primera instancia el INE, quien tiene hasta el 23 de agosto para aprobar su propuesta de integración de las Cámaras y luego el Tribunal Electoral, quien tiene la última palabra, ya que sus resoluciones son definitivas e inatacables.
La trascendencia de la decisión es tal que en ella se juega el futuro democrático y político del país. Décadas conformando una institucionalidad que representara la pluralidad ciudadana podrían irse por la borda para volver a un Estado de partido hegemónico monocromático.
POSDATA: Las detenciones del jueves pasado en EU ponen en evidencia la debilidad del Estado mexicano y la desconfianza que suscita su proceder.
Lo que está en juego en las próximas semanas es el diseño mismo del Estado mexicano, la concentración del poder en el Ejecutivo federal, el equilibrio de poderes y el cambio del sistema político-electoral, entre muchas otras cuestiones involucradas en el llamado “Plan C” y en su propuesta de 18 cambios constitucionales y 5 legales.
De eso estamos hablando, de que cambien de manera radical los parámetros y las condiciones sobre las cuales se ha construido nuestra incipiente, y como se está demostrando, frágil democracia. Estamos hablando de que las reglas para dirimir nuestras diferencias y el arbitraje en torno de ello cambien de manera radical y quienes pretenden ese cambio aducen que ese mandato emanó de la jornada electoral del pasado 2 de junio.
Inferencia que no se sostiene por ningún ángulo. Una cosa es que la votación por quien ocupará la Presidencia de la República haya sido clara y contundente (independientemente de lo inequitativo de la contienda y la sistemática violación a las normas electorales) y otra que eso se pretenda interpretar y ejecutar como un mandato para cambiarlo al arbitrio de una mayoría que para esos efectos es insuficiente.
Los procesos electorales siguen su curso y ahora, dicen los abogados, nos encontramos en la fase jurisdiccional, es decir, en el desahogo de las quejas que se presentaron, de manera tal que debe dilucidarse si las elecciones transcurrieron conforme a lo previsto en las disposiciones electorales, para una vez resuelto eso calificar la validez de las mismas.
Los temas sobre la mesa de las autoridades son varios e involucran a todos los cargos que estuvieron en juego el pasado 2 de junio. Así que por lo que se refiere al Congreso de la Unión, en particular a la Cámara de Diputados, lo que se debate es cuántas diputaciones tendrán los distintos partidos políticos. Parecería lógico suponer que eso depende del número de votos que obtuvieron, pues no, hay quien considera que eso no debe ser así.
La coalición “Sigamos haciendo historia” (Morena, PVEM y PT), que obtuvo el 54% de la votación, reclama el 74% de las curules, es decir, 375 diputados, 20% más de los votos que tuvo. Es decir, un voto por esa coalición valdría 1.4, mientras el valor de un voto para la oposición (“Fuerza y Corazón por México” y MC) sería 0.5, ya que con el 46% de la votación tendrían el 26% de la representación (125 diputados). En otras palabras, se estaría rompiendo el principio fundamental de cualquier democracia: el valor del voto, un ciudadano un voto y todo voto tiene el mismo valor.
Lo anterior, sin desconocer que en el texto constitucional se contempla la posibilidad de que los partidos políticos (dada la historia de estas disposiciones, para estos efectos las coaliciones deberían considerarse como un PP) puedan tener un número de diputados que no exceda el 8% de la votación que obtuvieron. Estos son resabios de aquella cláusula de “gobernabilidad” que creó para sí el priismo como una de las condiciones para la transición democrática.
No se trata de una cuestión menor, ya que de confirmarse la pretensión de la coalición gobernante, a fines del próximo mes de septiembre, a escasas 10 semanas, podríamos amanecer con la novedad de que el Estado mexicano como lo conocemos ha sido reformado. Morena y sus aliados estarían a tres senadores de aprobar el “plan C”, con lo que el Poder Judicial se vería mermado y con ello las condiciones de impartición de justicia y el equilibrio de poderes. Además, el sistema de partidos y las condiciones de acceso a él podrían cambiar, los órganos autónomos podrían desaparecer y la organización y arbitraje electoral podrían verse restringidos, perdiendo las instituciones responsables de esas tareas su autonomía e independencia.
De eso y otros temas más estamos hablando, como la formalización del paso del mando de la Guardia Nacional al Ejército, si no se respeta la voluntad ciudadana manifiesta en las urnas el pasado 2 de junio. No cabe duda que la ciudadanía votó con claridad por quien encabezará el Ejecutivo federal, pero no por la reconfiguración del Estado y sus instituciones.
Están en proceso de dictaminación las diferentes iniciativas asociadas al “plan C” para que una vez instalado el Congreso de la Unión el 1 de septiembre, los dictámenes sean sometidos a la votación de esos colegiados aún en el mandato de López Obrador, de manera tal que sin más discusión y haciendo uso de una mayoría construida artificialmente, que no fue la votada, se modifique el Estado mexicano como lo conocemos. Todo quedaría en el Senado en donde, como ya lo indicamos, bastarían tres votos de legisladores de la oposición para que las reformas procedieran.
De ese tamaño es lo que se pretende hacer, y de esa envergadura la responsabilidad de las autoridades electorales al resolver sobre la asignación de las y los diputados. En primera instancia el INE, quien tiene hasta el 23 de agosto para aprobar su propuesta de integración de las Cámaras y luego el Tribunal Electoral, quien tiene la última palabra, ya que sus resoluciones son definitivas e inatacables.
La trascendencia de la decisión es tal que en ella se juega el futuro democrático y político del país. Décadas conformando una institucionalidad que representara la pluralidad ciudadana podrían irse por la borda para volver a un Estado de partido hegemónico monocromático.
POSDATA: Las detenciones del jueves pasado en EU ponen en evidencia la debilidad del Estado mexicano y la desconfianza que suscita su proceder.