Al asumir el poder tras su matrimonio con Napoleón III, la española Eugenia de Montijo sorprendió a todos con su belleza y su despeño social, dedicándose a fundar hospitales, asilos y orfanatos, además de promover la educación universitaria para las mujeres, algo revolucionario en su época. A pesar de sus esfuerzos, la sociedad francesa la miraba con desconfianza, apodándola “la española” y nunca llegando a aceptarla plenamente.
Nacida el 5 de mayo de 1826 en Granada, Eugenia de Palafox y Portocarrero, conocida por el título nobiliario como Eugenia de Montijo, provenía de una familia de alta alcurnia. Su padre, Cipriano de Palafox y Portocarrero, XIII duque de Peñaranda y conde de Teba y Montijo, y su madre, María Manuela Kirkpatrick de Closeburn y de Grevignée, descendían de una línea de nobles españoles y escoceses. Su madre, obsesionada con el lujo y el estatus, se empeñó en introducir a Eugenia y a su hermana Paca en la alta sociedad parisina. El 30 de enero de 1853, Eugenia se convirtió en emperatriz de Francia al casarse con Napoleón III en la catedral de Notre-Dame de París. Ella tenía 26 años y él, 45.
Durante su tiempo como soberana, Eugenia mostró un profundo compromiso con la cultura y la ciencia. Apoyó la investigación de Louis Pasteur y defendió a escritores y periodistas en una época de censura. Se convirtió en un icono de la moda, inspirando a generaciones de diseñadores, aunque sus gastos en vestuario y joyas la hicieron objeto de críticas. Ella defendía su estilo diciendo que una soberana debía vestir acorde a su papel.
La granadina ejerció una importante influencia sobre su marido en varias decisiones políticas, entre ellas, la desastrosa intervención francesa en México, enviando a Maximiliano y Carlota.
Eugenia desplegó sobre la corte imperial un lujo y un refinamiento desmedido, y entre otras estrategias, se encargó de limpiar y arreglar los comedores, buscando las mejores vajillas y cristalería para asegurarse de que todo estuviera impecable.
Comenzó a organizar la cocina de la corte con una meticulosa atención al detalle. Bajo su dirección, se elaboraron menús más sofisticados, acompañados por los mejores vinos. Instruyó a los cocineros, que solían llevar delantales sucios, a vestirse de blanco y a usar gorros para evitar que los cabellos cayeran en la comida. Así, Eugenia fue la primera en establecer este código de vestimenta en la cocina de la corte.
Cuenta la leyenda que fue ella quien introdujo en Francia un postre sencillo pero delicioso que cautivó los paladares parisinos: el arroz con leche. Originalmente en Francia, este plato era un potaje insípido elaborado solo con agua para los enfermos. Sin embargo, su versión tuvo tanto éxito que hoy se le conoce como “Riz à l’Impératrice”. Este manjar evolucionó a un arroz con leche con frutas confitadas maceradas en kirsch y aligerado con crema bávara, consolidándose como un clásico de la repostería francesa.
Eugenia también asumió roles políticos significativos. Fue regente de Francia en tres ocasiones y jugó un papel crucial en la construcción del Canal de Suez, asistiendo a su inauguración en 1869, un paso fluvial de 50 kilómetros diseñado por el ingeniero Ferdinand Lesseps que permitiría una nueva ruta marítima entre el Mediterráneo y el mar Rojo. Durante el acontecimiento, además del estreno mundial de la opera Aida compuesta para la ocasión, hubo una gran cena en la que se ofrecieron platillos de estilo francés.
La vida de Eugenia cambió drásticamente con la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana de 1870. Napoleón III fue capturado y ella huyó a Inglaterra con su hijo, Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, quien murió trágicamente en 1879 durante la segunda guerra anglo-zulú.
Tras la muerte de su esposo y su hijo, vivió entre Inglaterra y España, visitando frecuentemente el Palacio de Liria en Madrid. Murió el 11 de julio de 1920 a los 94 años, dejando un legado de caridad, cultura y moda que perdura hasta hoy.