Llegó a la presidencia con poca experiencia, ideales y una fe a menudo ridiculizada. Su incapacidad para gestionar las crisis que le tocaron ayudó a la nueva derecha de Reagan, pero su labor en el Centro Carter y su defensa de los derechos humanos rehabilitaron su figura
El último trabajo de Jimmy Carter fue dar catequesis los domingos en un pequeño edificio de ladrillo en la iglesia baptista de Maranatha, en Plains, el pueblo de unos 700 habitantes donde él creció en Georgia y donde volvió después de cuatro años como presidente de Estados Unidos. A la catequesis le dedicó más de seis décadas y siguió impartiéndola hasta los 95 años, también durante su tratamiento contra el cáncer.
No había vuelto a la sesión dominical a su pesar desde la pandemia de COVID, pero su presencia se seguía notando en la iglesia, que guarda testimonios de los que aceptaron “el reto” que proponía en sus sermones para centrarse en “ser mejor persona”. Su sobrina Kim Fuller le relevó y él la seguía en Facebook Live desde casa, donde recibía cuidados paliativos desde febrero de 2023. Al principio, le hacía críticas sobre sus sermones. “Las echo de menos”, decía Fuller cuando su tío dejó de hacerle comentarios.
Su fe cristiana conservadora era una de las características que más chocaban cuando se presentó a la Casa Blanca en 1976 especialmente dentro del Partido Demócrata y cuando todavía no existía un grupo políticamente organizado de evangélicos en Estados Unidos. Su religión era entonces caricaturizada por muchos de su propio partido, y tampoco le ayudó la entrevista en Playboy donde intentó hacerse el moderno y dijo que sentía “lujuria hacia las mujeres” y había cometido “adulterio” en su “corazón” mientras explicaba pasajes bíblicos.
A la vez, sus referencias espirituales le ayudaron en un momento de gran desconfianza y crisis de valores en el país, tras la guerra de Vietnam y los escándalos del Watergate que acabaron con la dimisión de Richard Nixon en 1974. Carter logró presentar su fe como parte de su imagen de hombre con conciencia y de su compromiso de que nunca mentiría a sabiendas.
Es una de las explicaciones del inesperado triunfo en las primarias demócratas y en las elecciones presidenciales, por la mínima, de un político poco conocido y con una experiencia limitada. El periodista Jonathan Alter, que publicó una biografía sobre Carter en 2020, lo define como “el hombre más religioso que ha estado nunca en la presidencia”. También subraya que siempre tuvo “mezcla de fe y razón” y acabó dejando la congregación baptista a la que perteneció durante años porque él defendía una interpretación más progresista de la Biblia sobre la igualdad de las mujeres y la orientación sexual.
Por algunas de sus políticas sobre el cambio climático y las relaciones internacionales, Carter es recordado como un presidente progresista, pero ganó las elecciones como un líder moderado y parte de sus ideas sobre los impuestos, la liberalización o la integración racial eran conservadoras.
Creció en el segregado y conservador sur, donde su madre Lillian, enfermera y pionera, le dio una visión del mundo más amplia. Ella trataba a pacientes negros cuando otras enfermeras se negaban y Jimmy jugaba con niños negros cuando otros en su comunidad racista no lo hacían. Lillian animó a su hijo leer Guerra y paz y le empujó a estudiar. Carter escribió después una biografía sobre ella, A Remarkable Mother.
Su padre, James Earl, también era un lector entregado y fue el primer político de la familia. Llegó a ser elegido legislador en Georgia justo antes de su muerte con sólo 58 años.
La familia era humilde, pero prosperó después de la Segunda Guerra Mundial gracias a las ayudas a los agricultores. Carter contaba que nunca sufrieron como otros en la comunidad y siempre vio que había maneras de progresar. Para él, la manera fue estudiar Física y servir en la Marina, donde hizo carrera lejos de Georgia y se especializó en submarinos nucleares (en 1952, ayudó a evitar una catástrofe en Canadá).
Se casó con una joven de su mismo pueblo, Rosalynn, a la que había conocido desde bebé (la madre de Carter ayudó en el parto y Jimmy la vio al poco de nacer cuando él tenía tres años).
Ella también tenía ambiciones lejos de Plains y estuvieron a punto de romper cuando Jimmy la empujó a volver allí para gestionar el negocio familiar de cultivo de cacahuetes y algodón tras la muerte prematura de su padre. Según Rosalynn, uno de los secretos de su largo matrimonio es que aprendieron a darse “espacio”, sobre todo para que él entendiera que ella quería “sus propias cosas”. Estuvieron casados 77 años, hasta la muerte de Rosalynn, en noviembre de 2023.
La granja familiar era próspera, y eso permitió a Carter lanzarse a la política, incluso financiando alguna campaña fracasada.
Carter fue elegido senador estatal de Georgia en 1962, pero perdió su primera carrera a gobernador en 1966 contra un candidato segregacionista, Lester Maddox, después de una dura campaña.
En 1970, logró ganar en su segundo intento después de haber renunciado a parte de sus principios y haber coqueteado con los políticos más racistas de la época. “Dejó de lado la mejor parte de sí mismo”, explicaba su biógrafo Randall Balmer, que comentaba en un pódcast del Washington Post en 2016 que Carter apenas quería hablar de aquella campaña. “El motivo es que está avergonzado de esto”, decía.
Sin embargo, como gobernador, Carter aprovechó su posición para luchar contra el racismo en Georgia. “Os digo sinceramente que el tiempo de la discriminación racial ha terminado”, dijo en su discurso al tomar posesión en enero de 1971 ante una multitud de miles de blancos y negros. “Ninguna persona pobre, rural, débil o negra debe tener una carga adicional que le prive de la oportunidad de una educación, un trabajo o simplemente justicia”.
El New York Times lo describió entonces como “un granjero de cacahuetes de 45 años que se parece mucho físicamente al presidente Kennedy”. Era parte de la ola de la supuesta nueva Georgia (el estado tardaría décadas en cambiar de verdad).
Sus palabras a favor de la igualdad eran revolucionarias en el sur. También lo fue el hecho de que pusiera un retrato de Martin Luther King en el Capitolio en Atlanta. Entonces no había ningún otro retrato de un líder negro.
Su defensa de la igualdad no sería tan firme después en la campaña presidencial, cuando, para ganar votos, se puso del lado de quienes criticaban las políticas activas que llevaban estudiantes afro-americanos a escuelas de barrios más ricos y blancos.
Pese al interés por la nueva generación de políticos en el sur, era casi un desconocido cuando decidió presentarse a la Casa Blanca (“¿Jimmy qué?” era un chiste habitual). Pero tenía poca competencia, se esforzó en hacer campaña por todo el país -algo poco habitual entonces-, a menudo utilizando el símbolo del cacahuete (incluyendo alguno gigante), y llegó con el mensaje adecuado para los tiempos.
En el discurso que más llamó la atención, en la facultad de Derecho de la Universidad de Georgia en mayo de 1974, citó al teólogo y filósofo Reinhold Niebuhr: “El triste deber del sistema político es hacer justicia en un mundo inmoral”. También citó a Bob Dylan, al que describió como “un muy buen amigo”, un poeta y una fuente de inspiración para “saber qué está bien y mal en esta sociedad”.
Pese a su escepticismo hacia los políticos, Dylan definió hace unos años a Carter como “un alma gemela” y un amigo de verdad.
“Carter se convirtió en 'lo nuevo'”, cuenta en la revista The Atlantic el periodista James Fallows, que trabajó como escritor de los discursos de Carter durante la campaña presidencial y en la Casa Blanca. “Abrazaba la música rock y citaba a Bob Dylan. Era una fusión de culturas tan poderosa y emocionante de culturas como otros candidatos que vinieron detrás. Era un graduado de la Academia Naval y un fan de los Allman Brothers. Era profundamente del sur y de la iglesia. También hablaba de Vietnam como un guerra racista. Citaba poemas de Dylan Thomas. Sí, era cool”.
Su estilo informal gustaba a los estadounidenses: tras su toma de posesión se bajó de la limusina y se puso a caminar hacia la Casa Blanca, un gesto que repetiría décadas después Barack Obama. Pero el tono y el idealismo de Carter no fueron suficientes en un momento especialmente difícil para Estados Unidos.
La crisis energética tras el embargo de petróleo de la OPEC en 1973 marcó su mandato y redujo su margen de maniobra en medio de grandes proyectos con un equipo poco experimentado y con fama de anárquico.
“Intentábamos hacer demasiadas cosas demasiado pronto… Carter era muy ambicioso y lo quería hacer todo a la vez ”, contaba Pat Caddell, uno de sus asesores entonces, en el pódcast del Post.
Para sorpresa de sus colaboradores entonces, la obsesión de Carter era conseguir paz en Oriente Próximo. Tras una cumbre que duró 13 días en 1978, logró un acuerdo histórico en Camp David entre Israel y Egipto. Una de las claves fue que Carter conectó especialmente bien con el presidente egipcio, Anwar Sadat, en medio de conversaciones sobre la fe y la familia.
El de Camp David fue uno de los acuerdos de paz más importantes desde la Segunda Guerra Mundial y uno de los pocos en décadas que logró pacificar algo la región. Ese pacto fue uno de los motivos por los que Carter recibió el Nobel de la Paz en 2002.
“El acuerdo entre Menachem Begin y Anwar Sadat no habría sido posible si Carter no hubiera estado involucrado complemente, 24 horas al día”, dice Fallows. “Yo estaba ahí y lo vi. Otros testigos estarán de acuerdo”.
También se empeñó en renegociar los tratados del canal de Panamá con la intención de que la política exterior de Estados Unidos le diera más valor a los derechos humanos y su país dejara de interferir en Centroamérica, en clara ruptura con Henry Kissinger, el ex secretario de Estado. Su pacifismo marcó su idea sobre el mundo.
“Mantuvimos nuestro país en paz. No participamos en ninguna guerra. No tiramos ninguna bomba. No disparamos ninguna bala. Y aun así conseguimos nuestros objetivos internacionales”, decía Carter en una entrevista con el Guardian en 2011.
Pero sus buenas intenciones y su poca capacidad para gestionar la política en Washington se chocaron enseguida con las largas colas en las gasolineras. Él reconoció los problemas de manera abierta, pensando que eso le ayudaría. Lo hizo con un discurso sobre la crisis de confianza del país que pretendía practicar lo que había prometido, sinceridad.
“La erosión de nuestra confianza en el futuro está amenazando con destruir el tejido social y político de Estados Unidos”, dijo en su discurso de julio de 1979. “Siempre hemos creído en algo llamado progreso. Siempre hemos tenido fe en que los días de nuestros hijos serían mejores que los nuestros. Nuestra gente está perdiendo esa fe”.
En principio, el discurso fue bien recibido pero acabó dando argumentos a sus rivales, que lo pintaron como un agorero, y abrió camino al mensaje optimista aunque poco sustancial de Ronald Reagan en la campaña de 1980 sobre el “nuevo día” para el país. El despido de parte de su gabinete hizo que la crisis de confianza de la que Carter hablaba en el discurso se identificara con él.
Una frase repetida en su círculo en la Casa Blanca con tono de media broma era que “el peor argumento para convencer al presidente Carter de que no había que hacer algo era decirle que le dañaría políticamente”.
Llegó a ser uno de los presidentes más impopulares. En su punto más bajo de popularidad, en junio de 1979, sólo el 28% de los ciudadanos aprobaba su gestión, según los datos de la encuestadora Gallup (la peor marca de George W. Bush en este sondeo fue el 25% y la de Donald Trump, el 34%).
El golpe final para su presidencia fue la llegada del régimen islámico a Irán y la toma de rehenes en la embajada de Estados Unidos en Teherán en octubre de 1979. Un par de meses después, la Unión Soviética invadió Afganistán mientras Carter cerraba con Moscú un tratado de desarme que le había supuesto críticas en casa.
En sus memorias presidenciales, Keeping Faith, Carter describe la toma de rehenes como uno de los momentos más difíciles de su vida. En las últimas horas de su presidencia, el 20 de enero de 1981, estuvo sentado en el Despacho Oval esperando la llamada telefónica que tenía que anunciar la liberación de los rehenes. La llamada llegó ese día, pero cuando Reagan ya era presidente, poco después de que hubiera terminado su discurso de toma de posesión. No fue una casualidad: el régimen del ayatolá Jomeini quería “humillar” a Carter y le dio “una inmerecida, pero poderosa victoria política” a Reagan, según escribe la historiadora Jill Lepore en These Truths.
En marzo de 2023, un antiguo político de Texas confesó al New York Times que había participado en un viaje por Oriente Próximo durante la campaña electoral en el que John Connally, ex gobernador del estado y entonces republicano, transmitió al régimen iraní el mensaje de que no liberara a los rehenes hasta que Reagan fuera presidente y así conseguiría un buen trato.
Carter sólo se quedó con la imagen del fracaso. La operación que consiguió liberar a parte de los rehenes durante la Administración Carter y que inspiró la película Argo de 2012 no se conoció hasta muchos años después. En 2013, Carter dijo que la película no le daba suficiente crédito a los canadienses.
Tras perder las elecciones, Carter volvió a su pueblo, Plains, a la misma casa que tenía en los años 60 y entre quejas de su esposa Rosalynn. Ella ya tenía entonces su propia vida pública después de haber sido una primera dama más activa que las anteriores.
Carter contaba que ambos lo pasaron mal, pero decidieron apuntarse a clases y, sobre todo, construir un proyecto filantrópico. Así fundaron juntos el Centro Carter, dedicado a defender los derechos humanos y a “combatir el sufrimiento”.
El ex presidente daba catequesis, escribía libros (entre una treintena, está la edición de una biblia anotada) y montaba muebles. Como parte de la ONG Habitat for Humanity, ayudó construir y arreglar más de 4.300 casas. Echaba una mano siempre que podía, incluso al día siguiente de una caída. En 2018, Rosalynn contaba que ellos mismos, ya nonagenarios, en una reforma de su casa, habían tirado un muro en lugar de contratar a alguien porque ya tenían mucha experiencia en construcción.
La parte más polémica de su actividad pública fueron sus contradicciones por la defensa de los derechos humanos mientras mostraba relaciones cordiales con políticos como Fidel Castro (aunque le describía como un “dictador”). También hizo un intento durante la guerra en Siria de acercarse a Vladímir Putin, si bien en 2014, tras la anexión rusa de Crimea, dijo que había que “parar” al presidente ruso y que podía intentar hacer lo mismo en el este de Ucrania.
En otros casos, la denuncia de las violaciones de los derechos humanos puso en entredicho la política exterior de Estados Unidos, como con la marcha del Centro Carter de Egipto cuando la Administración Obama intentaba mejorar las relaciones con el Gobierno de El Cairo.
No escatimaba críticas para su país. En una entrevista en la radio pública de Nueva York en 2012 dijo que “está aceptado en general que el mayor instigador de guerras del mundo de los 35 o 40 años ha sido Estados Unidos”. El periodista que lo entrevistaba, Brian Lehrer, comentó entonces que “'instigador de guerras' es una expresión dura para describir a tu país”. Carter contestó: “Estaba citando a otras personas, pero nuestro país está en la primera línea de aquellos que están muy dispuestos a ir a la guerra para resolver diferencias”. Citó las guerras “innecesarias” de Corea, Vietnam e Irak.
También se oponía a las sanciones contra los regímenes autoritarios, que consideraba “contraproducentes”, como en el caso de Cuba.
Con el paso del tiempo, el entorno de Carter ha logrado reescribir parte de la historia de su presidencia, de la que ahora se destacan en particular sus pioneros discursos en defensa de la energía renovable y la docena de regulaciones medioambientales que aprobó. Puso paneles solares en el techo de la Casa Blanca, que Reagan retiró y que volverían, en una nueva versión, en 2002, cuando George W. Bush era presidente. La lucha contra la inflación, la creación del Departamento de Educación, las nuevas reglas de transparencia pública y la normalización de las relaciones con China se reconocen ahora como parte de su legado.
“El fruto de algunos de los logros más importantes de Carter llegó solo después de que dejara el cargo”, escribió un antiguo asesor, Stuart Eizenstat, en un artículo de opinión en 2015.
Carter prefería mirar hacia adelante, y centrarse en el trabajo para ayudar a monitorizar procesos electorales y combatir enfermedades por el mundo. Su centro consiguió erradicar casi completamente la enfermedad de la lombriz de Guinea, uno de los asuntos que más le interesaban en los últimos años. A veces, se trataba de pensar en los problemas que le contaban sus vecinos en catequesis o sus compañeros de vuelo.
En uno de sus últimos artículos, el 6 de enero de 2022, por el primer aniversario del asalto al Capitolio, escribió sobre su preocupación por la violencia, la desinformación y la polarización en Estados Unidos.
“Debemos buscar la manera de reencontrarnos en la división, de forma respetuosa y constructiva, mediante conversaciones cordiales con familiares, amigos y compañeros de trabajo, y la reacción colectiva contra las fuerzas que nos dividen”, escribió en el New York Times. “Sin una acción inmediata, corremos un verdadero riesgo de entrar en un conflicto civil y perder nuestra preciada democracia. Los estadounidenses debemos dejar de lado las diferencias y trabajar juntos antes de que sea demasiado tarde”.
En noviembre, con más de 100 años, cumplió una de sus últimas voluntades en Georgia: votar en las elecciones presidenciales por Kamala Harris.
Jimmy Carter nació el 1 de octubre de 1924 y murió el 29 de diciembre de 2024 en Plains, Georgia.