En un panorama anegado de aguas desatadas en Valencia y estancadas en los Estados Unidos, un poco de evasión, de ‘cine’: la misteriosa historia del enigmático Gabriel de Espinosa en el siglo XVI
El anterior Memorando - Triunfo, el icono de la prensa antifranquista
Cuando escribo este artículo, todo es Valencia. Lo que tengo más cerca, yo, lo soy en algunas de mis raíces –mi abuela paterna fue la primera miss Valencia–, y el bienestar constatado de amistades, colegas y personas queridas apenas consuela ante el desastre y el sufrimiento.
En la arrasada tierra valenciana conviven la solidaridad colectiva y el heroísmo individual –incluso el más tierno y cotidiano: la mujer que con el agua al cuello rechazaba el rescate de los bomberos si no era con sus animales domésticos (vídeo de Javier Ballesteros/Javi Nakama), que me recordaba aquella imagen icónica del volcán de La Palma, la mujer que huía de la lava con una maceta con su planta preferida como único equipaje– con la chusma saqueadora y la de las bandas ultraderechistas vociferantes, insultadoras y agresivas. A lo que hay que sumar la miseria moral, inmoral, de la oposición oportunista y la de los analistas y tertulianos usuarios del viejuno Piove? Porco governo!“.
La devastación y la desolación. Y por si fuera poco, el triunfo electoral del Barrabás norteamericano, un delincuente convicto: “El horror, el horror”, que dice el agonizante coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas (1899), el relato anticolonialista de Joseph Conrad.
De muy jovencito, escribidor de ustedes solía combatir las frustraciones, los bajones de ánimo, metiéndome en la cama a dormir: despertaba nuevo. Más tarde, donde me metía era en la sala oscura de un cine, de la que salía con otro talante. Así que hoy, que desde aquí apenas puedo hacer por los valencianos nada más que ingresar alguna miseria en las cuentas de ayuda y compartir mi magra despensa en un punto de recogida de alimentos, les propongo ir al cine como terapia paliativa de la angustia constante por la cifra creciente de fallecidos y los testimonios sobrecogedores de las víctimas de la brutal riada. Les invito a conocer la historia de un enigmático personaje del siglo XVI, el llamado Gabriel de Espinosa, con obrador en Madrigal de las Altas Torres, Ávila, que, en tres meses, convenció a Ana de Austria, monja y sobrina del rey Felipe II, de que era el desaparecido rey Sebastián I de Portugal; se prometieron en matrimonio y aligeró el nutrido joyero de la hija de don Juan de Austria.
María Ana de Austria (Madrid, 1568–Burgos, 1629) fue un personaje fascinante, actriz de reparto en la tragicomedia española, tan rica en sucesos como en protagonistas. Hija, digamos extramatrimonial para eludir los infamantes vocablos bastarda e ilegítima, de la relación amorosa entre doña Ana de Mendoza, dama de la infanta doña Juana, princesa viuda de Portugal, y don Juan de Austria, él mismo hijo de la efímera relación de Carlos I, 46 años, con la jovencita bávara Bárbara Blomberg, 19 años.
La historia de Ana de Austria no era peculiar: dada su condición de noble, fue destinada a la religión enclaustrada por orden de su tío, Felipe II, en un convento desde la infancia –el terror de la Blomberg, su abuela, a ser enviada a España, por “saber cómo se encierra a las mujeres en España”-. Para entender cómo pudo verse involucrada en una opereta que llegó a ser una conspiración de Estado –en esa línea tan española del complot con ribetes de opereta bufa-, pongámonos en su lugar: sin padre ni madre, cuidada por Magdalena de Ulloa –que había sido aya de su padre-, a los 7 años fue ingresada en el monasterio agustino de nuestra Señora de Gracia de Madrigal de las Altas Torres, Ávila, donde, a los 21 años (1589), tomó los hábitos e hizo los votos. A los dos años de profesa, su confesor, fray Miguel de los Santos, que la tiene alienada diciéndole que tiene visiones donde la ve esposa del rey Sebastián de Portugal, tras la necesaria dispensa papal para romper sus votos, le dice un día que el rey portugués acaba de llegar a la ciudad bajo la identidad encubierta del pastelero Gabriel Espinosa. La joven María Ana, a la que el frailón convence de que será la esposa del rey de Portugal, con la cabeza a pájaros por la eterna e impuesta reclusión, que fantasea con las figuras jóvenes y heroicas de su padre don Juan y de su primo don Sebastián, se suma entusiasmada a la mascarada y le da joyas y dineros a los conspiradores para que preparen todo: la bula papal, el matrimonio y el ejército que ha de restituir en el trono al esfumado rey portugués.
El rey Sebastián I de Portugal, ‘el Deseado’ (Lisboa, 1554-Alcazarquivir, Marruecos, 1578) era hijo del príncipe heredero Juan Manuel y de Juana de Austria, hermana de Felipe II. Heredó el trono a los tres años directamente de su abuelo, el rey Juan III, al haber muerto su padre tres semanas antes de su nacimiento. Llevado de su educación jesuítica y de la espiritualidad de la época -que tan bien sabía aunar lo útil de la expansión territorial con lo bello de la evangelización-, se proclamó Capitán de Jesús y empeñó en una guerra que llamó cruzada contra el turco, que en su expansión al norte de África, en lo que había sido la Mauritania Tingitana romana, había depuesto al sultán de la dinastía saadita de Fez, en guerra con Portugal desde principios del siglo pero aliado con el rey cristiano en esta ocasión. La cruzada de Sebastián I no despertó ningún entusiasmo en la cristiandad, que juzgaba suficientes los territorios africanos de Portugal y, por lo mismo, el católico Felipe II rechazó sumarse, aunque prometió a su sobrino una fuerza expedicionaria de los afamados Tercios que nunca pensó enviar y que nunca envió. Sebastián armó un ejército principalmente con mercenarios y, a pesar del criterio de sus generales que desaconsejaban internarse en el imperio saadita –entre otros, su consejero español Francisco de Aldana, un militar malgré soi, representante notable de la escuela poética salmantina, que murió en la lucha-, don Sebastián entró en batalla en los Llanos de Alcázar, Alcazarquivir o Alcacer-el-Kebir, y, en las refriegas de la víspera de la batalla o en ésta misma, el rey desapareció, murió... ¿O no? Cuenta la historiadora Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia: “(...) sabiendo [Felipe II], como lo sabía (...), que el Rey D. Sebastián no murió en los Llanos de Alcázar”. Lo cierto es que nadie vio su cadáver ni los musulmanes reconocieron haberlo matado o tenerlo prisionero.
El rey Sebastián entró en la leyenda como mesías que había de volver al trono cuando el imperio lusitano precisara un salvador. Y, mientras, se convirtió en, como si dijéramos una oportunidad de negocio: en Portugal aparecieron dos suplantadores de D. Sebastián, el novicio carmelita de Alcobaza, ‘el rey de Penamacor’, y Mateu Álvares, ‘el rey de Ericeira’; uno en España y otro en Italia, el calabrés Marco Tulio Catizone’; todos fueron convenientemente decapitados no sólo como impostores sino para no estorbar los planes de Felipe II de ocupar el trono portugués, lo que hizo tras derrotar a los “sebastianistas”, que sostenían que el rey Sebastián estaba vivo, y a su aspirante a la corona, Antonio I de Portugal, conocido como el prior de Crato.
En Madrid aparece en 1590 el tercer personaje de esta historia: el citado fray Miguel de los Santos o Miguel de Sousa, un fraile agustino portugués un portugués expatriado, desterrado por ser colaborador en las intrigas y revueltas en favor del prior de Crato. Éste, otro extramatrimonial, hijo del infante Luis de Portugal, aspiraba al trono luso, que también perseguía Felipe II como heredero de su hermana. Muerto el fugaz Enrique I, hermano menor del rey Sebastián, Felipe II envió a Portugal al duque de Alba a reclamar sus derechos sucesorios: por las armas, al prior de Crato, que se había hecho proclamar rey de Portugal por el pueblo de Santarem con el nombre de Antonio I, y a la nobleza lusitana, con un baño de oro y plata americanos. Derrotado en la batalla de Alcántara, Antonio I se refugió en las Islas Terceras, las Azores, donde nombró un gobierno rebelde que terminó limitándose a gobernar las islas hasta que, en 1583, hubo de desalojarlas ante la expedición naval con los Tercios que mandó Felipe II contra él y contra la escuadra francesa aliada al prior, que, finalmente, se exilió en París, sumando sus esfuerzos a la leyenda negra contra el Prudente, que éste se labraba a pulso; sin prisa, que no sentía por nada, pero sin pausa, que tampoco la tomaba nunca...
Y sus partidarios más notables se exiliaron: la orden de San Agustín nombró a fray Miguel de los Santos vicario del monasterio de Madrigal de las Altas Torres, Ávila, “y con este motivo confesó y trató mucho a doña Ana de Austria, que, sobre ser joven entonces, debía de ser además muy sencilla”, dice, por no llamarla pánfila, Luis Coloma en su biografía novelada de Juan de Austria, Jeromín. A la que convenció de su propia creencia: “La vergüenza de su derrota pudo pesarle tanto que prefirió permanecer escondido y sacrificar un trono del que ahora se sentía indigno. Medio Portugal lo cree así y espera y tiene esperanzas”.
Por entonces, 1594, se estableció en la localidad abulense un pastelero llamado Gabriel de Espinosa, en cuyas facciones, modales y educación exquisita el fraile creyó ver o bien al mismísimo Sebastián I reaparecido o bien, ya digo, una oportunidad de negocio. En todo caso, le contó a Ana de Austria una historia de libro de caballerías que sedujo a la monja: “Don Sebastián, después de su derrota y huida, había hecho voto en el Santo Sepulcro de dejar de lado la dignidad real de la que consideraba que se había mostrado indigno, y de hacer penitencia por el orgullo que lo había derribado, vagando por el mundo con apariencia humilde, ganándose el pan con el trabajo de sus manos y el sudor de su frente como cualquier siervo común, hasta que hubiera purgado su ofensa y se hubiera hecho digno una vez más de recuperar el estado en el que había nacido”, escribe el folletinista inglés Rafael Sabatini.
El proceso, a pesar del generoso uso de torturas, no pudo dilucidarlo: en el patíbulo, Espinosa no confirmó ni desmintió su atribuido origen, y el fraile mantuvo que siempre lo creyó don Sebastián, de modo que el sumario supone que el fraude fue idea del vicario, quien persuadió a Espinosa de hacerse pasar por el desaparecido rey portugués para desvalijar a Ana de Austria, prima del Deseado, haciéndola creer que era él, establecido en Madrigal como pastelero para contraer matrimonio con ella, levantar un ejército y recuperar el trono de Portugal ocupado por su tío, Felipe II. Todo ello, con las joyas y fortuna de la pródiga e ingenua monjita, que no dudó por un momento que todo era verdad y revelación divina.
Gabriel de Espinosa es un enigma: pastelero con licencia expedida en Toledo, era de refinados modales, elegante, “de gesto orgulloso, labia, cierta destreza a caballo y conocimiento de idiomas” –francés, alemán, portugués y castellano–, de manera que “parecía más un caballero encubierto que un humilde oficial pastelero”, escribe César Fernández Beobide, historiador local que investigó el caso. Además de habilidades de boticario -“le hacía fórmulas magistrales a Doña Ana de Austria para que se tratase las secuelas que le dejó la viruela”-. La correspondencia que se conserva con Ana de Austria no es, desde luego, propia de un artesano. Ni la cruzada con fray Miguel de los Santos es la de un secuaz, pues siempre lo trata con gran respeto y ambos como “majestad”.
Pero fueron sus prácticas de estafador petulante las que lo perdieron: las bravatas contra Felipe II –llevaba una sortija con la efigie del rey, propiedad de Ana de Austria, y a quienes preguntaban les decía: “Amo mío, no; si acaso, deudo”– y los intentos de pignorar o vender las valiosas joyas de doña Ana en Valladolid despertaron las sospechas del alcalde del crimen de la chancillería de la ciudad, Rodrigo de Santillán, quien lo detuvo y, al registrar sus pertenencias, se le hallaron las cartas del fraile y, además del joyero y los ducados, las de una enamorada hija de don Juan de Austria –“Sufro privada de la presencia de Vuestra Majestad. Es imposible sufrir tanto dolor y vivir (...) Os pertenezco, mi señor; vos ya los sabéis. Y la promesa que os he encarecido la mantendré en la vida y en la muerte y ni siquiera ésta podrá desalojarla de mi alma; mi alma inmortal la albergará a través de la eternidad”–. Santillán creyó tener en sus manos al pretendiente don Antonio, prior de Crato, huido de las Azores, pero se quedó estupefacto cuando doña María Ana le dijo que su prisionero era el mismísimo don Sebastián. En busca del privilegio, como quién no en la España eterna, se dirigió directamente a Felipe II –“Y parece que doña Ana ha parido de este hombre que aquí está preso, y esto con título de casamiento, y que es hombre que tiene ejército o compañía de guerra”–, quien lo autorizó a intervenir, bajo su estricta vigilancia, por si fuera don Sebastián o, como pudiera ser, un hermanastro suyo, hijo natural del rey Don Juan Manuel y una dama de Madrigal, María Pérez. En cualquier caso, Sebastián o Gabriel, sebastianista o embaucador, lo mejor sería separar sus ideas, su cabeza, de las tribulaciones de este mundo.
Si Gabriel de Espinosa se reclamó como don Sebastián, los papeles del proceso no lo recogieron, aunque sí sus ambiguas afirmaciones acerca de que quizá podría llamarse emperador y la de que Felipe II era “si acaso, deudo” no amo suyo y cuando el oidor Santillán descubrió sus cabellos grises en prisión, antes teñidos de castaño rojizo –el color del pelo del rey Sebastián-, que revelaban su verdadera edad, en la sesentena en vez de los cuarenta que decía tener –para coincidir con los años que tendría el rey luso–, lo llevó al potro de tortura, Espinosa protestó: “Decidle al rey cómo trata don Rodrigo su sangre”, sin saber que, si lo era, era precisamente “su sangre” quien ordenaba su tormento y si no lo era, también...
Pero al contrario que el fraile portugués, reducido al estado laico, que, aunque murió proclamando que siempre lo había creído el rey portugués, confesó todo lo que querían oír sus verdugos, incluso que lo había casado secretamente con Doña Ana de Austria, Espinosa no dijo ni una palabra más de las que quiso. Que fueron escasas: no confirmó ni desmintió sus pretendidos orígenes, pero negó ser hombre baxo, humilde, ni Gabriel de Espinosa sino sólo usufructuario de la licencia de pastelero expedida en Toledo a ese nombre, pero no quiso revelar su cuna ni su origen. En todo el proceso, mantuvo “una actitud entera, y aun retadora”, escribe el citado Fernández Beobide, que se pregunta “¿Por qué Simón Ruiz, el mercader más adinerado de Medina [del Campo], le hacía llevar comida en vajilla de plata a la cárcel donde lo recluyeron?”. Otros estudiosos, como Rosa Ruiz Díaz, investigadora del Quijote y autora de un estudio minucioso sobre la obra de Cervantes y las genealogías ocultas en el texto, aventuran la hipótesis de que “descendía por línea bastarda del rey Felipe el Hermoso como el cardenal don Diego de Espinosa Arévalo y Sedeño, presidente del Consejo de Castilla y de Italia” o nieto de Germana de Foix y de Carlos I, lo que “explica su parecido con el rey Don Sebastián de Portugal puesto que éste era también nieto de Carlos I”. Más lío: Germana de Foix fue abuelastra, con 29 años, de Carlos I, 17 años; amantes, tuvieron una hija, Isabel, que habría sido madre de nuestro héroe pastelero.
Como fuera, el proceso en la chancillería de Valladolid, que con la de Granada eran los dos altos tribunales de la corona de Castilla, dirigido desde Madrid por el propio Felipe II, decidió poner la soga de la horca entre la corona de Portugal y la cabeza del enigmático aspirante. Y lo mismo para el intrigante fraile portugués. El 1 de agosto de 1595, fue sacado de prisión arrastrado por caballos, pero su entereza dejó suspensa a la multitud que asistía a su ejecución pública en la plaza de Madrigal de las Altas Torres; en el patíbulo, él mismo se acomodó la soga al cuello orgullosamente y con voz terrible increpó al alcalde del crimen Rodrigo de Santillán y lo citó en su comparecencia ante el “tribunal divino”. Descuartizado, según la usanza, sus cuartos se expusieron y sepultaron en los caminos de entrada de Madrigal y la cabeza, en una jaula de hierro en la plaza mayor.
El 19 de octubre de 1595, el fraile, desacralizado y entregado al brazo secular, corrió la misma suerte en Madrid y su cabeza enviada a Madrigal a hacer compañía a la de Espinosa en la misma jaula.
Felipe II fue inmisericorde con su sobrina Ana de Austria: la despojó de todos sus privilegios; la trasladó al convento de Nuestra Señora de Gracia de Ávila, de estricta clausura, condenada de por vida a ayunar a pan y agua todos los viernes del año. Y desoyó todas sus peticione de clemencia. Pero, sorpresivamente, nada más fallecer el rey, en 1598, su sucesor, Felipe III, su primo, la reintegró al convento de Madrigal y, posteriormente, en 1611 pidió bula a Roma para que le permitiera dejar la orden agustina para nombrarla abadesa del monasterio cisterciense de Santa María la Real de las Huelgas, de Burgos, y que ese nombramiento fuese perpetuo, en vez de los tres años estatutarios. Así, la hija de don Juan de Austria, maltratada por el maltratador de su padre, alcanzó la distinción máxima para una religiosa, quizá no sólo española, en una de las fundaciones reales más importantes de la cristiandad. Es fama que su gobierno fue notable...
Asunto tan notable y popular como el enredo de Gabriel de Espinosa tuvo su lógico reflejo literario y espectacular: Diego Duque de Estrada compuso la comedia El rey Sebastián fingido (1645?), que no ha llegado hasta hoy. Posteriormente, Jerónimo de Cuéllar y la Chaux, alto funcionario real, escribió El pastelero de Madrigal (1652?), comedia que circuló, fue representada y se imprimió anónima. Fuera de la época, alcanzó mucha relevancia Traidor, inconfeso y mártir (1849), de José Zorrilla y aún tuvo impulso para triunfar en el siglo XIX, donde el popular escritor de folletines Manuel Fernández y González publicó por entregas la novela de El pastelero de Madrigal (1862), e incluso llegar al XX y alcanzar notoriedad fuera de España en la obra del citado Rafael Sabatini, que, atraído por las espectaculares connotaciones románticas y aventureras del asunto, dedicó a los amores de la monja y el pastelero uno de los relatos de su libro The second series of The Historical Nights Entertainments (1918-1938), el titulado The Pastry-cook of Madrigal. The Story of the False Sebastian of Portugal.
La escasa bibliografía sobre el tema fue, en fin, enriquecida por una ilustrada espíritu feminista de nuestra época, Mercedes Formica-Corsi Hezode (Cádiz 1916- Málaga 2002), a quien no pasó inadvertida la tremenda peripecia vital de la protagonista, imponiéndose sobre la apariencia de personajes de opereta, como los califica don Julio Caro Baroja en el prólogo de su ensayo histórico La hija de don Juan de Austria: Ana de Jesús en el proceso al pastelero de Madrigal, premio Fastenrath de la Real Academia de la Historia (1975).
Y hasta los regulares versitos de Miguel de Unamuno (1928), gran poeta en otras ocasiones:
Don Sebastián el encubierto,
el rey del misterio, el Quijote
de Portugal, ¡ay pastelero!,
venías quién sabe de dónde...
En fin, no sé si se podría confiar más en el verdugo de Madrigal que en el de Segovia, Alonso Ramplón, tío de don Pablos el Buscón (Quevedo), quien, en vez de enterrar los cuartos de los ajusticiados en los cuatro caminos principales de acceso a la ciudad, como estaba mandado, hacía pasteles de a cuatro de carne humana, sabrosos, a decir de los comensales. En el más probable caso de que tal práctica fuera moneda corriente, el pastelero convertido en pastel es un digno remate barroco a la astracanada trágica con visos humorísticos.