Andrés Pérez Perruca, su batería, resume la vida y obra del grupo zaragozano en un libro desbordante de amor y humor
El Niño Gusano fue una de las más insólitas anomalías del pop independiente español de los 90. Una pandilla entregada a la guasa en un contexto donde imperaban las personalidades ensimismadas. Cuatro melómanos enamorados del pop de los años 60 en una época en la que puntuaba más calcar a las bandas modernas. Y un proyecto musical fiel a su anunciada fecha de caducidad. Su público no lo sabía, pero el cantante Sergio Algora insistió durante muchos años en que El Niño Gusano solo grabaría tres discos y se separaría. “Porque un grupo de amigos de verdad solo debe sacar tres discos”, argumentaba. Esta es solo una de las muchísimas anécdotas que relata ahora su batería, Andrés Pérez Perruca, en un libro desbordante de risas, de música, de peripecias y de amor por la vida.
Vida de un pollo blanquecino de piel fina (Jekyll & Jill) es la autobiografía desordenada de los años más intensos de Perruca, estructurada a partir de un recorrido cronológico por las 66 canciones que grabó El Niño Gusano. Por lo tanto, también es una biografía del grupo zaragozano. El autor rememora cómo nacieron todas sus composiciones, valora en qué falló o brilló cada una de ellas y, aprovechando que el Ebro pasa por Zaragoza, adereza cada capítulo con las más descacharrantes aventuras. Son, atención, 836 páginas de delirios gusanos. Un sinsentido, sí. Pero El Niño Gusano nunca destacó por la cordura sino por un desnortado espíritu de superación: iban más allá de sus propias capacidades musicales, se entregaban plenamente al público y disfrutaban la vida al máximo.
Perruca conoce a fondo el espíritu de El Niño Gusano porque fue uno de sus cuatro fundadores y ha construido un artefacto literario digno del grupo. Un libro con un prólogo... en la página 628. Un libro con frases en griego, tagalo, chino, corso y, cómo no, en ruso. Un libro con cambios de tipografía para dar más vértigo a la imparable catarata de vivencias. Un libro con más de quinientas notas a pie de página, algunas de las cuales son tan largas o más que el texto principal. Un libro con mentalidad de enredadera donde anécdotas, subanécdotas y subsubanécdotas acorralan e hipnotizan al lector. Porque aquí se habla de música, sí, pero no solo de la música de El Niño Gusano. También de la de Raffaella Carrà, Chet Baker, Bola de Nieve y Cecilia. Y tampoco solo de música. También se habla de Buster Keaton, Paul Auster, Eugenio y Alfredo DiStefano.
Por encima de todo, Vida de un pollo blanquecino de piel fina es una carta de amor a Sergio Algora; una carta de amor de 836 páginas porque el amor acumulado fue mucho y recíproco. “Cuando estás con Sergio todo es nuevo y luminoso y el bar de la esquina se transforma de repente en la taberna de Amanece que no es poco o en la cantina de Star Wars o en el famoso Cabaret Voltaire cinco minutos antes de que se funde el dadaísmo”, confiesa Perruca en las primeras páginas. “Algora te hace sentir único y te envuelve y te destila y tú te dejas atrapar porque no te cansas nunca de ser como eres cuando estás con él y cierras los ojos y te dejas caer por un túnel inesperado y vives en el País de las Maravillas”, añade más adelante.
Vida de un pollo… es también un tratado colectivo de musicología redactado a codazos en barras de bar. Incluye definiciones precisas sobre temas espinosos: “[Ser indie es] imitar a los Beatles sin que se note que intentas forrarte mientras gritas a los cuatro vientos que eres un perdedor”. También fórmulas científicas para distinguir si una canción es pop o rock: “Si al escuchar la canción mueves la cabeza de atrás hacia delante, es rock. Si mueves la cabeza de lado a lado, es pop”. Incluso alguna sospecha imposible de confirmar: “Édith Piaf tiene pinta de estornudar sin hacer ruido”. Y, ya puestos, algún consejo gusano: “Siempre se debe intentar que las canciones queden tan frías y cortas como un beso de martes de marzo” o “a veces se abusa demasiado de querer entretener cuando la mejor solución puede consistir en intentar aburrir”.
Y por supuesto, Vida de un pollo… es una ametralladora de anécdotas. La del día que se zamparon el cátering de un grupo inglés llamado Radiohead, la que originó el título de la canción TolKas… Más que un baúl de los recuerdos de El Niño Gusano el libro es una chistera. Y de una chistera puede salir cualquier cosa. ¿Chistes de baterías? Los hay. ¿Algún chascarrillo sobre Loquillo? Venga. ¿Batallitas sobre Quini? Cómo no. ¿Descripciones del tono y ritmo de los ronquidos de cada componente del grupo? Ofende la duda. A Perruca le apasiona todo. Por lo tanto, analiza con idéntica dedicación el trazado sonoro de Pon tu mente al sol y el doblaje al castellano de la película Top Secret, el mítico España-Malta o una partida de parchís entre amigos. “¿Se puede escribir demasiado? Se puede. ¿Se debe? Probablemente, sí”, reflexiona en una de las quinientas notas a pie de página. Algunas son tan extensas que ensombrecen la trama principal. Aunque cueste creerlo, se ha empleado tijera, machete y cortacésped para acortar el libro. La primera versión llegaba a las tres mil páginas.
Las vivencias apelotonadas en Vida de un pollo blanquecino… darían para filmar un 24 Hour Party People maño. Porque, claro, en Manchester nunca abriría un bar de bocadillos donde pudieras zamparte un levantaboinas o un penesaurio. De hecho, más de medio libro transcurre en bares: bares de carretera, de hospitales, de aeropuertos, de Zaragoza... En pocas biografías musicales habrán aparecido tantos camareros aportando sabrosa conversación. Y, claro, dos de esos camareros eran Perruca y el guitarrista Sergio Vinadé, que durante trece años regentaron su propio garito. El Fantasma de los Ojos Azules es el otro gran protagonista del libro, un bar sin televisión ni máquinas tragaperras donde los lunes había concurso de geografía y, de vez en cuando, se organizaban pulsos musicales entre grupos de cabecera; léase Teenage Fanclub y Pavement.
En todo momento da la sensación de que salir por Zaragoza en los años 90 era subirse a una montaña rusa (rusa, por supuesto) que nadie sabría detener. Algora, Vinadé, Perruca y el bajista Mario Quesada vivían rodeados de una camarilla simpar. Personajes también únicos como Vizcaíno (dueño del sello Grabaciones en el Mar; el auténtico Mr. Camping), Genzor, JosephO, Bigott, Anguso, cOchi, eMea, Jasón… La mayoría de nombres son alias o deformaciones de los verdaderos, así que para los no zaragozanos leer Vida de un pollo blanquecino… es como colarte en una nueva pandilla de amigos. Y así, poco a poco, vas aprendiendo que Vinadé celebra su cumpleaños 88 días al año, que unas canciones saben a ancas de rana y otras a lentejas, que cuando para tantos grupos el mayor placer es beber, para El Niño Gusano había otro superior: comer. Seis kilos engordaron mientras grababan El escarabajo más grande de Europa.
Más allá de la infinita colección de andanzas, Perruca se esmera en dar toda la información posible sobre cómo afrontar la composición musical. O, por lo menos, sobre cómo la afrontó El Niño Gusano. Es de los aspectos más valiosos del libro y de él se deriva una jugosa colección de aforismos gusanos. Ahí van unos cuantos. “Un disco es bueno cuando la última canción es mejor que la primera”. “Si no discutes en la tercera canción ya no discutes nunca”. “Con las guitarras pasa un poco como con los bañadores, que tener más de dos es un poco tontería”. “La radio es, sobre todo, para escuchar a personas hablar. Para descubrir discos ya están los amigos”. “Las canciones no duran lo que indica el reloj, eso lo sabe todo el mundo”. “Seguro que hay un más allá, siempre hubo un más allá, pero nunca fue para nosotros”. Aún así, los arrebatos de solemnidad quedan sepultados entre docenas de chascarrillos, miles de juegos de palabras y paletadas de humor mongo. “Ser un buen idiota de las rimas requiere práctica y dedicación”, confiesa Perruca con orgullo gusano. “La muchacha tiene toda la razón. Hace falta ser gilipollas. Siempre hace falta”, maniobra en otro pasaje.
Pese a la gran juerga que fue formar parte de El Niño Gusano, sobrevuela todo el libro una suerte de tristeza prematura. El final es por todos conocido. Sergio Algora falleció en 2008 debido a unos problemas de salud que conocía de sobra y con los que convivían él y sus amigos. De ahí el tono delirante-fatalista de Vida de un pollo blanquecino… Ese pulso colectivo a la muerte es una partida entre la guasa y la nada con paradas de extrema urgencia en hospitales. Aun así, esa certeza sobre su final era un aliciente para soñar por encima de sus posibilidades y entregarse a la vida con todas las consecuencias. Lo de Algora fue un festival de vitalidad. Confeti y champán bajo cualquier excusa y circunstancia.
Además de batir el récord de bares, de camareros y de notas a pie de página, Vida de un pollo blanquecino… pulveriza el de referencias culturales. El Niño Gusano era un grupo profundamente culto y entre músicos, poetas, cineastas y actores deben superarse las tres mil citas. Toda una bacanal de namedropping. Pero hay algo que se echa muy en falta en este libro. Con lo minucioso que es Perruca a la hora de desmenuzar las historias, con la precisión que es capaz de inyectar a las anécdotas más peregrinas, brilla por su ausencia algo de concreción sobre los motivos que precipitaron la disolución de El Niño Gusano. Tal vez Algora empezaba a sentirlo “como una vieja atracción que un día sirvió para pasarlo bien”, como cantaba en Duerme, una de sus composiciones más bonitas. Siempre hubo cierto misterio ahí y el libro no lo despeja en absoluto. Ninguna queja por el rumbo que tomaron los acontecimientos. De la disolución del grupo surgirían otros dos no menos disfrutables: La Costa Brava y Tachenko.
Las librerías están llenas de biografías musicales. Las hay minuciosas. Las hay imprecisas. Las hay mentirosas. Las hay interesadas. Las hay vengativas. Las hay vanidosas. Las hay wikipédicas. Esta sobre El Niño Gusano es, ante todo, una biografía cariñosa. Es un canto de amor a Algora, a la música, a la amistad y a la vida misma. Vida de un pollo blanquecino de piel fina es una maratón de felicidad y, también, un 3.000 metros con obstáculos donde cada valla es una muerte. Muere mucha gente en este libro. Demasiada. Pero a partir de cada pérdida, Perruca esculpe los párrafos más conmovedores. Y es que por encima de todo, este libro habla de la alegría de vivir. Y El Niño Gusano fue justamente eso.