No eran frívolos asuntos de cama. El exabrupto con que respondió González, “no tengo ni puta idea de lo que me habláis”, se parecía mucho a un cerrojo. Quedó claro que, si de él depende, nunca alcanzaremos algo parecido a la verdad
Tiendo a desconfiar de los libros de memorias, porque raramente son sinceros. Incluso cuando se escriben con ánimo de sinceridad falla algo. Con el tiempo, los recuerdos personales se transforman y se adecúan a un relato más o menos coherente que no se corresponde del todo con la realidad. El cerebro novela nuestra vida para simular que las cosas tienen algún sentido.
Una forma de sortear la ficción con que las neuronas engarzan fragmentos reales consiste en encargar a otros una investigación: es lo que hizo Katherine Graham, propietaria del Washington Post en la era dorada de la prensa, para reconstruir su biografía en 'Una historia personal'. Pero eso sale caro.
La memoria juega malas pasadas. Yo mismo confundí la semana pasada, en un artículo, a Màrius Carol y Antonio Franco, dos periodistas barceloneses (Franco, mi antiguo director, ya falleció) que se parecen en pocas cosas. Rebuscando entre las posibles causas del cortocircuito en mis neurotransmisores (si aún me quedan) recuperé incidentes vitales de una época, los primeros 80 del siglo pasado, que daba por olvidados.
Y constaté que mi actual recuerdo de la famosa Transición no encaja con mi percepción de entonces. Tenía 18 años cuando las primeras elecciones, las de 1977, y debo confesar que todo aquello (incluyendo la violencia, el golpismo, el terrorismo, la incertidumbre) me parecía muy entretenido. Incluso lamentaba de alguna forma el fin del franquismo: creía que iba a añorar mis pequeñas experiencias de clandestinidad bajo una dictadura. Imaginen el exiguo grado de clandestinidad que puede alcanzar un adolescente. En fin, lo que a los 18 se vive como una aventura va cambiando y va cargándose con percepciones sobrevenidas de los errores que se cometieron, los riesgos que se corrieron y los mitos que se fabricaron.
Ignoro la razón por la que Felipe González, presidente del Gobierno de España entre 1982 (con una abrumadora mayoría absoluta) y 1996 (cuando sufrió lo que llamó “una dulce derrota” frente a José María Aznar) no ha escrito unas memorias convencionales. Como líder de la oposición a Adolfo Suárez y luego como presidente, vivió unos años de los que desconocemos muchas cosas. De hecho, sabemos tan poco de todo aquello (los pactos, el golpismo, la auténtica trama del 23-F, la posible participación del rey en la intentona, las maniobras de los servicios secretos) que de vez en cuando descubrimos cosas que ni siquiera sabíamos que no sabíamos.
Los nudos importantes de aquel proceso siguen cubiertos bajo el secreto de Estado. Y quienes saben, callan. U olvidan. Me pareció espectacular la reacción de Felipe González el otro día, cuando le preguntaron por las grabaciones de las charlas entre Juan Carlos I y una de sus amantes, la actriz Bárbara Rey. Se mencionaba el silencio del general Alfonso Armada, mano derecha del entonces monarca y condenado por la intentona del 23-F. No eran frívolos asuntos de cama. El exabrupto con que respondió González, “no tengo ni puta idea de lo que me habláis”, se parecía mucho a un cerrojo. Quedó claro que, si de él depende, nunca alcanzaremos algo parecido a la verdad. Felipe González dispone de mucho tiempo para criticar al actual gobierno socialista, que proporciona abundante material para la crítica, pero no se acuerda de cuando el gobierno lo dirigía él. “Ni puta idea”.
Quizá algún día, cuando el Emérito haya muerto, cuando la necrológica de Felipe González lleve tiempo publicada y no quede nadie, ni los entonces pipiolos como yo, que viviera los sucesos, empiecen a desvelarse los misterios. Ya no permanecerá ni la engañosa memoria de las personas. Será como si hoy descubriéramos la prueba definitiva de que el hijo de Isabel II, el futuro Alfonso XII, no tuvo como padre al rey consorte Francisco de Asís, sino al conde de Torrefiel. Pues vaya. Nos daría bastante lo mismo.
Y eso es lo que ocurrirá cuando nuestros nietos, o tataranietos, averigüen lo que hubo tras el 23-F. La historia y la inefable ley de secretos oficiales habrán estafado a las generaciones que vivieron aquella zozobra. Confío en que, al menos, nuestros tataranietos se extrañen y hablen de las cosas raras que hacían los reyes, cuando los había.