La memoria está llena de pasos perdidos que siempre conducen a alguna canción y, en estos días, que parecen domingo, la voz lenta de Kris Kristofferson me acompaña a través del silencio y de la lluvia, mientras las luces de los bares de la noche invitan a empujar la puerta
No había domingo que no cargase la resaca por Cascorro, de amanecida, cuando los tenderetes del Rastro empezaban a montarse y el Vaquero aparecía con sus espuelas, dispuesto a colocar el género. En un pispás desplegaba sus efectivos con Marcial Lafuente Estefanía a la cabeza. Luego venían Silver Kane, El Coyote, Peter Barton y toda la pandilla de las novelas del Oeste. ¡Bang, bang!
Además de los balazos, una canción sonaba en mi cabeza. Acudía entre las brumas de un mal sueño, envuelta en el recuerdo de una mujer a medio vestir sobre la carne abierta de la madrugada. Eran tiempos de alcohol y berrea, domingos en los que aterrizaba siempre donde el Vaquero, al final del Rastro, a comprar aquellas novelitas con las que pasaba la tarde de resaca. En el paladar llevaba el sabor apelmazado del último beso y en el tocata sonaba Kris Kristofferson cantando aquella canción que ahora me devuelve el recuerdo, la que dice que hay algo en los domingos que hace que uno se sienta solo.
Con la muerte de Kristofferson me siento como si todo aquello hubiese ocurrido hace poco, pongamos que el otro día, cuando yo andaba por Madrid bebiéndome la vida a morro, ocupado en una interminable partida de dados, jugándome al póker mi propio destino; apostando a ciegas, siempre de farol, en las timbas más indecentes de la ciudad que me vio nacer y estrellarme.
Siempre fui un tipo fronterizo, por eso leía a Silver Kane, sus novelitas del Oeste venían llenas de tipos duros, capaces de hacerte astillas con sólo mirarlos a la cara, pero con la suficiente ternura en su corazón como para acercarse a acariciar a un perro de la calle sin temor a que saltasen las pulgas. Años después conocería a Silver Kane en persona, un hombre grandote y campechano que, en realidad, se llamaba Paco y que me regaló uno de sus libros junto a una armónica que tenía pegada una costra de saliva de la merienda de la posguerra. Con aquella armónica aprendí a tocar Knockin' on Heaven's Door, la canción que se marcó Dylan para Pat Garrett and Billy the Kid, película que protagonizó Kris Kristofferson y que dirigió Bloody Sam, el director de cine favorito de mi añorado Fernandito Marías. Esto va pareciéndose cada vez más a un puto cementerio. Joder.
La memoria está llena de pasos perdidos que siempre conducen a alguna canción y, en estos días, que parecen domingo, la voz lenta de Kris Kristofferson me acompaña a través del silencio y de la lluvia, mientras las luces de los bares de la noche invitan a empujar la puerta.
Son cosas que me vienen cuando llevo horas de ventaja al sueño, cuando pienso que ya va siendo hora de coger la canoa y ponerme a remar con la culata de un rifle hasta llegar al otro lado, silbando aquella canción que me trajo hasta aquí con la carga de mis recuerdos.
He de darme prisa, antes de que la resaca la borre para siempre de la orilla y se la lleve junto a la huella de mis pisadas y la convierta en un puñado de gramática.