No hay casas sin arquitectura ni ciudades sin urbanistas. A ellos les preguntamos qué alternativas hay y cuáles son sus herramientas contra la “metástasis” que expulsa de las ciudades a los más vulnerables
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En la serie noruega “The Arquitect”, su protagonista Julie acaba viviendo en un aparcamiento subterráneo empujada por el desorbitado precio de los alquileres en un Oslo donde la escasez de vivienda es extrema. Esta ficción premiada en la Berlinale lleva la emergencia habitacional hasta el paroxismo en un escenario aparentemente distópico, pero que aterra por su similitud con lo que aparece a diario en los portales inmobiliarios. La cruel paradoja de Julie, una arquitecta treintañera y precaria abocada a hacer de un garaje su hogar, tiene su moraleja: si no se ponen límites al encarecimiento de la vivienda, no van a tener casa ni los que diseñan las casas. Para el arquitecto y urbanista barcelonés Albert Nogueras, la serie deja otra advertencia. “A veces intentamos buscar soluciones para facilitar el acceso a la vivienda que lo único que hacen es devaluar totalmente los estándares de habitabilidad. La emergencia habitacional no nos puede empujar a hacer infravivienda. Los arquitectos tenemos que decidir si somos parte de la solución o parte del problema”, proclama Nogueras, colaborador habitual de elDiario.es, haciendo suya la vieja máxima leninista.
¿Qué parte de responsabilidad tiene la arquitectura del problema actual de la vivienda? “Siempre nos exculpamos, nos gusta reivindicarnos como si fuéramos demiurgos o seres superiores, pero al final somos solo unos mandados que estamos al servicio del capital y no hemos sido beligerantes con el fenómeno ultraliberal que ha convertido las ciudades en macronegocios donde cualquier centímetro cuadrado es motivo de plusvalía”, admite Nogueras, aunque salva de la quema aquellos proyectos que, desde los márgenes, construyen alternativas a la especulación inmobiliaria, como la cooperativa de arquitectura colaborativa Lacol, en la que participa Pol Massoni desde su creación en 2009. “Nacimos en un momento de crisis habitacional brutal, con la necesidad de repensar las cosas de forma imperiosa. Por eso decidimos ir más allá y mojarnos, porque la crítica que hacíamos a nuestra profesión era haber abandonado su fuerza para incidir a nivel social, cuando desde la arquitectura deberíamos proponer cambios para generar soluciones”, argumenta el arquitecto Pol Massoni que participó en la creación de La Borda en Barcelona, la pionera cooperativa de vivienda levantada en 2017 sobre un terreno en cesión de uso, fórmula que permite un techo más asequible y blindado ante la mercantilización, porque los residentes nunca son propietarios del edificio, sino de la cooperativa.
La clave de La Borda es el suelo: el edificio se construyó —con una enorme estructura de madera— en un solar municipal del barrio de Sants cedido por el Ayuntamiento de Barcelona durante 75 años a cambio de un canon anual. “Para crear un parque público de vivienda una parte importante se puede gestionar mediante este modelo cooperativo. Además hay un interés creciente en nuevos modelos de acceso a vivienda y de propiedad del suelo, y hay mucho camino por recorrer para convertir suelo privado en público y gestionarlo de una forma más comunitaria”, continúa Massoni, miembro también de La Dinamo, una fundación que promueve este tipo de vivienda cooperativa en cesión de uso.
La emergencia habitacional no nos puede empujar a hacer infravivienda. Los arquitectos tenemos que decidir si somos parte de la solución o parte del problema
El modelo de La Borda de Barcelona inspiró en Madrid a la cooperativa Entrepatios, que como su referente barcelonés edificó con madera un bloque de viviendas eficientes energéticamente con espacios comunes “diseñados para fomentar el encuentro”, en palabras de su arquitecto (y vecino) Iñaki Alonso. A diferencia de La Borda, en Entrepatios los cooperativistas tuvieron que adquirir el solar en propiedad, algo que encarece este tipo de proyectos hasta un 25%. A pesar de todo, los residentes de Entrepatios pagan una mensualidad media de 800 euros, con alicientes como facturas energéticas que rara vez superan los 25 euros.
“En verano tienes un nivel de confort a cero euros gracias a la producción fotovoltaica del propio edificio, y eso también hay que valorarlo económicamente”. Ahora todo sería mucho más caro, porque el precio del suelo en el barrio de Las Carolinas (en el distrito de Usera, al sur de la ciudad) se ha puesto por los aires.“Compramos el terreno en 2017 a 450 euros el metro cuadrado. Cuatro años después ya se había duplicado, y ahora están pidiendo hasta 1.600 euros por metro cuadrado en este mismo barrio —explica Alonso—. Además, los tipos de interés se han multiplicado por cuatro en los últimos años, y el coste de construcción ha aumentado un 30%, así que los números no salen por ningún sitio. La única manera de hacer vivienda asequible es en suelo público en derecho de superficie, con una financiación larga, algo de subvenciones y una fiscalidad verde con exenciones a construcciones ecológicas”.
Y es que, para hacer la vivienda más accesible, habría que construir mucha vivienda nueva, sostiene Iñaki Alonso: “Hay un problema con las viviendas vacías y debería existir una fiscalidad agresiva para estos casos, pero el mayor problema del encarecimiento es que no hay vivienda”. Demográficamente no salen las cuentas: la población de la Comunidad de Madrid, por ejemplo, crece en 90.000 personas anualmente, mientras en la región se construyen unas 20.000 viviendas al año. “Además en las grandes ciudades se añaden fenómenos como las reestructuraciones familiares, las separaciones, que aumentan la demanda, que va a seguir creciendo y es una bomba de relojería”, advierte el arquitecto madrileño, que ahora ha creado su propia promotora de vivienda ecológica, Distrito Natural.
Ante estas cifras, la arquitecta e investigadora Mireia Sender Martí propone una estrategia que se resume en unas pocas letras. “En Barcelona, cuando Javier Burón era gerente de vivienda del Ayuntamiento, se hablaba de la política de las tres ces: construir vivienda protegida, comprar vivienda existente y captar del parque privado para poner en alquiler social. Además, hay tres erres que complementan esta política: rehabilitar, regenerar y renovar. En esto tendría que centrarse la arquitectura en las grandes ciudades, en cómo a través del reciclaje de la propia ciudad se pueden generar reservas de vivienda pública”. Todo para incrementar el exiguo porcentaje de vivienda pública en España, de apenas un 2,5% frente al 9,3% de la media europea, lejísimos del 17% de Francia o el casi 18% de Reino Unido.
“Ahora mismo en España se dedica a vivienda un 0,2% del PIB, y si realmente nos creemos que es un pilar del Estado del Bienestar, deberíamos aproximarnos a las cifras de inversión en educación o sanidad, que son de un 4,9 y un 6,9% respectivamente”, argumenta Sender Martí, que propone la creación de un “uso residencial permanente” para proteger las ciudades de fenómenos como la turistificación. “No se trata solo de tener viviendas asequibles, sino enfatizar el término de vivienda estable. Vivienda que no va a desaparecer, que no se va a marchar al libre mercado y que va a estar siempre ahí, como un cojín para soportar todas las idas y venidas, todas las tensiones y todas las vulnerabilidades”, subraya esta investigadora especializada en políticas de vivienda. “Porque la descalificación de vivienda protegida es uno de los aprendizajes que debemos hacer de la historia. Todas las viviendas protegidas que se construyeron en las últimas décadas con dinero público han acabado, con el paso del tiempo, en el mercado. De hecho, el 74% de la vivienda protegida que hay actualmente en Catalunya estará descalificada en 2040, según algunas previsiones”.
En España nadie ha promovido más vivienda asequible que el veterano arquitecto Eduardo Mangada. Antiguo militante comunista, en 1979 se convirtió en responsable de Urbanismo del primer Ayuntamiento de Madrid elegido por las urnas tras la dictadura, una corporación dirigida por el socialista Enrique Tierno Galván. Después, en 1983, formó parte del gobierno inaugural de la recién creada Comunidad de Madrid, presidida por Joaquín Leguina (PSOE). Durante ocho años, Mangada fue el consejero que impulsó la construcción de decenas de miles de pisos para erradicar la infravivienda extendida durante el franquismo por todos los puntos cardinales de la periferia de la capital. “Entonces lo pudimos hacer porque nos tenían miedo a los rojos”, dice burlón a sus 92 años. En aquel Madrid de los ochenta se levantaron barrios enteros por iniciativa de la administración y con financiación pública. Sin embargo, ahora esas viviendas protegidas se anuncian en Idealista.
“Es la lógica consecuencia de un capitalismo depredador que todo lo transforma en mercancía. Primero fue aquello de hagamos propietarios y no tendremos revolucionarios, y ahora se ha convertido a los propietarios en rentistas, y las casas en objeto de inversión financiera cuando deberían ser bienes de uso”, lamenta Mangada, que aboga porque exista un parque de vivienda como “un servicio tasado” accesible a todos los bolsillos, al igual que el transporte público, sin perder nunca la titularidad pública. De esta manera se evitará caer de nuevo en el error de subvencionar las futuras plusvalías de algunos particulares. “Si la vivienda es un derecho, debe haber una cuota de viviendas que tienen que extraerse del mercado. Y no se puede solucionar el problema de la vivienda sin solucionar el problema de la propiedad del suelo, por lo que la expropiación debería ser un mecanismo normal para que los poderes públicos construyan casas, del mismo modo que ocurre para construir una autopista o una línea de AVE”, defiende Mangada.
“Necesitamos viviendas no solo asequibles sino estables, que no se marchen al libre mercado y sepamos que van a estar siempre ahí para soportar tensiones y vulnerabilidades”
Hay que construir para hacer vivienda asequible, pero no basta con construir para tener vivienda digna. “Porque también necesitamos entornos vivibles, que te permitan acceder a servicios públicos y desarrollar tu vida de forma saludable, cómoda y segura, y todo debe ir de la mano”, afirma Roser Casanovas, arquitecta del colectivo Punt 6, que trabaja “desde una perspectiva feminista interseccional” para “visibilizar desigualdades y estructuras de poder, y cómo estas influyen en el uso y la configuración de los espacios”. Porque “el urbanismo tiene ideología”, recuerda Casanovas, y el modelo actual, basado en el crecimiento infinito, la especulación y el lucro, es también “patriarcal”. “Frente a este modelo, proponemos poner en el centro la vida cotidiana, mostrar que somos interdependientes, erradicar las violencias machistas y garantizar la participación de las personas, en su diversidad, en la construcción de los espacios donde se desarrolla la vida. Mientras sigamos haciendo edificios donde el máximo espacio de encuentro es el ascensor, no crearemos vínculos y tendremos vecinos y vecinas que no se entienden. Así se perpetúa el individualismo, pero en altura”, apostilla la arquitecta catalana.
Al urbanismo de los cuidados dedica sus investigaciones Elisa Pozo Menéndez, doctora en arquitectura que trabaja además con el instituto gerontológico Matia. Y ese urbanismo se traduce también en mezclar “tipos de vivienda y de usos” en ciudades “accesibles” con buenas redes de transporte público que permitan “desplazamientos más saludables”. Ciudades que cuiden a sus mayores y no expulsen a sus jóvenes. “El urbanismo debe resolver el problema cuantitativo de la necesidad de vivienda teniendo en cuenta otras variables sociales”, opina esta investigadora que explora soluciones duraderas con la vista puesta a largo plazo, como “redensificar” zonas urbanas para hacer más sostenibles y eficientes las actuales redes públicas de saneamiento, transporte o energía: “Soy optimista ante el futuro, y deberían plantearse proyectos estratégicos interdisciplinares pensando en retos más allá de la vivienda y la clave puede ser el cambio climático, en adaptar lo ya construido y construir teniendo en mente esa nueva realidad”.
Según la perspectiva ecológica del arquitecto Iñaki Alonso, los planes urbanísticos siguen concebidos “bajo un paradigma del siglo XX” de “zonificación” cuando la ciudad del siglo XXI debería diseñarse con complejidad de usos. “Hablamos de las ciudades de los 15 minutos, donde en un barrio duermes, trabajas, tienes oferta cultural, equipamientos educativos y actividad comercial. No podemos seguir haciendo PAUs (acrónimo de Programa de Actuación Urbanística) puramente residenciales en las afueras para luego tener que coger el coche para todo. Hay que hacer una ciudad más diversa que funcione como un sistema vivo y no sea tan demandante de elementos externos como energía o alimentación”.
Es la alternativa saludable frente al modelo actual, porque la fiebre de los precios de los alquileres hace enfermar a las grandes ciudades, y se presenta como síntoma de un colapso futuro. “También lo es la ‘urbanalización’ que vacía las zonas céntricas de gente autóctona para convertirse en decorados de un parque de atracciones con monocultivo turístico”, advierte Albert Nogueras. Un fenómeno que se extiende “como una metástasis” a barrios cada vez más periféricos. Pol Massoni, de la cooperativa Lacol, establece un paralelismo con el efecto devastador de la heroína en las barriadas populares hace unas décadas : “La especulación es una lacra que va destruyendo todo lo que hay alrededor. Porque los precios expulsan a la gente y eso deteriora los tejidos sociales y asociativos que dan vida a la ciudad. Y quien no lo ve, es porque está enganchado a lo que genera el problema”. Para Albert Nogueras, “estamos tapando con las manos el agua que entra en el trasatlántico”, y el escenario de un arquitecto resignado a vivir en un aparcamiento subterráneo no le parece improbable: “Es aterrador, pero todos vivimos con una expectativa de futuro muy inferior a la generación de nuestros padres”.