La artista nacida en la actual Ucrania falleció de tuberculosis a los 25 años a finales del siglo XIX
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“¿Para qué mentir y presumir? Sí; es evidente que tengo el deseo, si no la esperanza, de permanecer en esta tierra por el medio que sea. Si no muero joven, espero quedar como una gran artista; pero si muero joven, quiero dejar, para que se publique, mi diario, que no puede por menos de ser interesante”. Quien así se presenta es la joven pintora Marie Bashkirtseff (Gavrontsy, Imperio ruso, 1858 - París, 1884), una mujer de la vieja aristocracia que frecuentó la bohemia europea del último tercio del siglo XIX y fue una de las primeras chicas en estudiar Bellas Artes en la Academia Julian de París, pionera en la formación femenina. El fragmento está fechado en mayo de 1884, pocos antes de morir de tuberculosis, cuando aún no había cumplido los 26 años.
No es de extrañar que por aquel entonces ya tuviera pensamientos relacionados con la muerte, y, ante la posibilidad de ver truncado su futuro como artista, delegó su memoria al diario que había cultivado durante toda su vida. “Odio los prefacios, por lo que he preferido hacerme yo misma mi introducción”, escribe. Una introducción en la que, sin atisbo de falsa modestia, admite su deseo de no caer en el olvido y asegura al lector la transparencia de las páginas que siguen. “Me considero demasiado admirable para censurarme”, sentencia.
Todo el diario tiene ese tono descarado, que choca con la mesura y acaso la contención de muchos textos testimoniales contemporáneos. La autora lo comenzó en su niñez, pero decidió dar a conocer solo la parte que va de los 14 años en adelante, entre enero de 1873 y el 20 de octubre de 1884, unas semanas antes de su fallecimiento.
Del original francés se conservan 16 tomos, de los que este Diario, su primera traducción al castellano, comprende una selección a cargo de Alicia de la Fuente, editora de Espinas. Tiene la particularidad de que, además de las aclaraciones de la editora, contiene notas de la propia Marie, que, a lo largo de los años, con esa conciencia de querer ser leída, volvió sobre lo escrito y lo puso en perspectiva.
No nos engañemos: Marie tiene una personalidad que, sobre todo al principio, puede resultar ufana. Su voz, tan encantada de conocerse (o esa imagen pretende transmitir), choca con las declaraciones más moderadas y a menudo asoladas por el síndrome del impostor de muchos artistas contemporáneos. Desde niña manifestó una inclinación por la grandeza, hasta en el tipo de juguetes, que evolucionó en obsesión por la posteridad. Para aumentar su mito, cuenta que a su madre le leyeron la buenaventura así: “Tienes dos hijos [...]. El hijo será como todo el mundo, pero la hija será una estrella...”. Verídico o no, ella dio por descontado que las circunstancias remarían a su favor. Y, al menos, vivió en consonancia con esos principios.
De familia artistócrata, se educó con institutrices rusas y francesas, como era habitual en la entonces conocida como “pequeña Ucrania”, donde se crio. Si la formación, junto con los viajes por Europa, le proporcionó una mirada cosmopolita, con énfasis en el arte y la literatura, la estirpe dejó su huella en un conservadurismo que le hace rechazar la clase emergente de la burguesía enriquecida y venerar lo antiguo, tanto las costumbres como determinados objetos.
En este sentido, encarna el viejo orden que más tarde cayó con la Revolución rusa; sus escritos aportan un testimonio que no abunda, no en la voz de una adolescente. Ahora bien, no todo es blanco y negro: tiene una relación ambivalente con la religión, por ejemplo: por un lado se confiesa creyente, reza, pide a Dios con mucha fe; pero también recela de algunos dogmas, como esgrimir el argumento de “la voluntad de Dios” para justificarlo todo. Al enfermar, cuestiona esas convicciones.
Al leer su biografía, uno espera que este diario se centre en el arte y lo que lo rodea (y en parte es así, sin duda), pero acaso lo más valioso, lo más genuino –entre otras cosas por su prematura muerte– es que antes de ser pintora fue una adolescente, y lo que legó en sus papeles es su voz adolescente, con sus impresiones inmediatas, sus vaivenes, sus enamoramientos fugaces. Porque, por mucho que se apasionara por el arte, Marie nunca dejó de vivir, de disfrutar de la juventud, de coquetear.
La gracia del diario está en que esas vivencias se plasman con la frescura de la edad intacta, sin el filtro de quien hace memoria desde la madurez. Y hay cosas que no cambian: el sinvivir de saber que su último interés romántico se ha prometido; los momentos en los que, pese a vanagloriarse de su “cabello dorado” y su “piel rosada”, se ve fea; las irritaciones cotidianas en casa o con los estudios... Amor, sobre todo amor; o lo que ella cree que es el amor.
Una institutriz francesa la anima a dibujar; ahí comienza su camino. El culmen llega más tarde, con un viaje a Italia en el que vive su personal stendhalazo: la maravilla ante las pinturas y esculturas de Florencia y Roma cambian para siempre su forma de estar en el mundo. Lo valioso de su testimonio es que, de entrada, se acerca a las obras desde la ingenuidad, sin haber recibido una educación reglada.
Se asombra ante el arte por puro instinto, como el niño que se sumerge por primera vez en una novela que lo atrapa. Hoy, acostumbrados a ver un sucedáneo de todo a través de la pantalla, cuesta imaginar qué podía sentir una muchacha que contempla por primera vez el duomo florentino, sin ideas preconcebidas. Además, las ciudades, antes del bum turístico, no estaban tan uniformizadas; y pisar suelo extranjero por primera vez causaba un impacto mucho más fuerte.
Sus inquietudes no se limitan al arte: expone sus juicios sobre literatura, filosofía y hasta políticos. Tiene la capacidad, cada vez más cara, de apreciar la valía de la obra con independencia de su opinión sobre el autor. De Zola dice que “se ha decidido a atacar a […] individualidades republicanas con un encarnizamiento de mal gusto que no sienta bien a su gran talento”.
No falta el asunto de la mujer creadora, causa de contradicciones: “Podría llegar a ser algo; pero, teniendo faldas, ¿dónde queréis que vaya?”. Y sin embargo: “No estoy tan loca que reclame esa estúpida igualdad, que es una utopía […], pues no puede haber igualdad entre dos seres tan diferentes”. Actúa como feminista avant-la-lettre en su empeño artístico, mientras su mente trata de congeniar la educación recibida con sus elevadas aspiraciones.
El diario recoge asimismo su formación en la selecta escuela de París y sus amistades con el círculo cultural de la época, los artistas e intelectuales que se convierten en amigos con quienes mantiene correspondencia hasta su muerte. Pintó mucho, pasaba largas jornadas trabajando con ahínco. La enfermedad le va apagando el cuerpo ―son frecuentes, en las últimas entradas, las referencias al cansancio, a la frustración por querer hacer y no poder, sobre todo en lo que se refiere a pintar―, pero no la mente, aún más despierta ante la constatación de que esos sueños infantiles para los que siempre pareció que habría tiempo nunca se harán realidad. La inminencia de la muerte le hace cambiar de ideas en muchos aspectos; y conmueve leer cómo, en un último gesto de nobleza, emplea sus pocas fuerzas en escribir sobre arte para no recrearse en sus males.
Tras su muerte, su diario cosechó un importante éxito de ventas; no había tenido tiempo de labrarse una larga carrera, pero ya se había convertido en leyenda. Tenía talento para ambas disciplinas, la pintura y la escritura. No podemos saber hasta qué punto cuenta la verdad –nunca se sabe al leer un diario o una autobiografía, sea de quien sea–; aunque poco importa: incluso en el caso de que fabulara a conciencia, el ejercicio de escribir a diario durante tantos años ya implica la construcción progresiva de unas memorias o un testimonio. Y los diarios de jóvenes pintoras de la alta sociedad parisina del siglo XIX no abundan, no al menos en las librerías. Con independencia del prestigio que llegara a tener ella como artista, el diario es un documento valioso en sí, por cuanto refleja cómo una muchacha de su clase se abre a la vida, en lo profesional y en lo íntimo.
Virginia Woolf, en Un cuarto propio, insta a las mujeres a escribir sobre todo lo que las atañe; no hay temas menores o peores, sino escritores con genio y escritores mediocres. En algunos tramos, las preocupaciones de Marie pueden resultar vanas o superficiales; no obstante, el hecho de no escribir para gustar y de no reprimir sus emociones le da valor al diario.
Es el testimonio de un tiempo perdido, pero ante todo es la vida documentada de una chica a la que seguimos en su proceso de maduración como unos espectadores privilegiados. Leer cómo crece, cómo se embelesa ante el arte y expande su mundo, contagia esas ganas de vivir que tuvo hasta el final. “Debería amarse el propio interior”, escribe con 20 años, “no hay nada más dulce que reposar en nosotros mismos; soñar con cosas distintas de las que se han hecho, con personas diferentes de las que se han conocido... y reposar eternamente”.
Marie descansó demasiado pronto, pero su arte, y su voz, sigue hablando por ella.