A veces tendemos a creer que el racismo es una cuestión de gustos y disgustos individuales, cuando el gran éxito de los discursos racistas ha sido el de normalizar toda esa gama infinita de ‘peros’, toda esa paleta de pensamientos racistas completamente afianzados en la sociedad
En Mondariz-Balneario, un pequeñísimo municipio de Galicia, hay ahora mismo 180 refugiados procedentes mayoritariamente de Mali. Es parte del acuerdo de acogimiento acordado entre Gobierno central y comunidades. Los vecinos, la mayoría, se muestran encantados. Pero, pero con el ‘pero’ hemos topado. El otro día entrevistaban en la televisión a un vecino del pueblo. “No soy racista”, comenzó aclarando el susodicho, -bien es cierto que empezar una frase diciendo “no soy racista” deja claro de inicio que sí lo eres-; “me parece bien que vengan, pero si lo hacen para trabajar realmente”. Este es un pensamiento relativamente frecuente que esconde una capa abisal de racismo: “Yo no soy racista, siempre y cuando el inmigrante, el mena, el refugiado se comporte con una ejemplaridad, una beatitud y una devoción y culto al trabajo que jamás me exigiría ni a mí mismo. Yo no soy racista si me demuestra lo bueno que es”. Es lo mismo que ocurre con Vinicius y los insultos racistas, por ejemplo. En las tertulias, en las columnas, en los bares, se habla del comportamiento provocador de Vinicius como si eso validase automáticamente los insultos racistas que recibe, como si se tratase de dos partes iguales de una misma discusión.
Ayer, en la playa, un par de señoras desplegadas portentosamente sobre sus sillas comentaban la misma noticia de los inmigrantes hospedados en Mondariz. “Pues a mí me parece estupendo”, decía una de ellas. La otra suscribió, pero, pero con el ‘pero’ hemos topado de nuevo. “Pero yo no sé si estaría muy tranquila”, añadió. “¿Por qué, mujer?”, le reprendió la amiga. “Ay, pues no sé, pero no andaría cómoda ni tranquila por la noche”, dijo.
A veces tendemos a creer que el racismo es una cuestión de gustos y disgustos individuales, cuando el gran éxito de los discursos racistas ha sido el de normalizar toda esa gama infinita de ‘peros’, toda esa paleta de pensamientos racistas completamente afianzados en la sociedad. Y otro de los grandes éxitos de la ultraderecha -también de parte de la derecha- es haber conseguido colar la idea de que los problemas sociales a los que nos enfrentamos tienen más que ver con identidad (la teoría del reemplazo, los inmigrantes te vienen a quitar el trabajo, van a terminar imponiendo su cultura), que con la política o clase.
Antirracismo y racismo no son identidades ni tatuajes fijos. La mayoría de nosotros no somos racistas, o creemos no serlo. Pero (y aquí sí utilizo el pero a conciencia) no llega con no ser racista, hay que ser antirracista, comprender nuestra propia posición privilegiada dentro de una sociedad racista. La única forma de ser verdaderamente antirracista es querer desaprender nuestro racismo inherente. Porque el racismo y los discursos de odio desplegados por eurodiputados no anónimos, o por criptónomos en redes sociales, llevan tiempo calando con una facilidad pasmosa, también entre quienes no se creen racistas, o entre quienes dicen no serlo. No hay fábricas de conjunciones adversativas tan grandes como para abastecer tanto ‘pero’.