Estamos dispuestos a estropear lugares mágicos sólo porque nuestros amigos, conocidos o los meros extraños vean lo bien que estamos y lo envidien. Signo de los tiempos, de los tiempos absurdos que vivimos
“Viajar es descubrir que todo el mundo se equivoca”
Aldous Huxley
Hablaba hace poco con un amigo, de los de veraneo a saltos, que me contaba que tras llegar de una capital europea había recalado en Madrid para cambiar maleta y marcharse “a ese rinconcito secreto que nunca revelamos a nadie”. Ahí late inteligencia, toda la que falta en esa manía de colgar en las redes ese lugar maravilloso que conoces y que va a dejar de serlo en cuanto el mundo se abalance sobre él. Yo también tengo un remanente de países, ciudades y lugares de belleza poco discreta pero que trato con discreción. Se ha vuelto una especie de contubernio amistoso reunirse en cenas y otras distracciones para intercambiar, sólo con quien lo merece, la referencia a ese lugar especial al que no va demasiada gente... aún.
Cuando lean esta columna yo estaré en uno de ellos. No doy pistas. Nunca las doy. No pongo fotos en redes, no me exhibo en ellos, mi mayor placer es que sigan lejos del imaginario de mucha gente. Es mi forma de disuadir y de preservar. En algunos lugares prácticamente arrasados por la masa turística -el turismo está bien, la masa siempre mal- han implementado tasas, multas, numerus clausus sin que sepamos si tendrán fortuna o acabarán devorados o expulsados a cualquier otro lugar donde también haya llegado la plaga.
Y luego estamos los españoles. Amenazados, como todos o más incluso, pero con un instinto para la chanza, un ingenio para la disuasión masiva, que para sí quisieran muchos. Todo empezó con los mallorquines que el año pasado colocaron en las playas de Manacor unos carteles falsos en inglés alertando de todo tipo de peligros para bañistas y visitantes pero que debajo, en mallorquín, añadían: “entra, el único peligro es de masificación. A partir de ahí, las iniciativas han sido a cada cual mas cachonda y yo las aplaudo porque, si bien no está claro que logren su objetivo, constituyen una forma irónica, chungona y bien patria de denotar que la gente empieza a estar hasta las gónadas de que les invadan los sitios de su recreo.
Algunos son tan exagerados como el gallego que en X proclamaba respecto a una playa a la que gusta de ir habitualmente: “La peor playa del mundo, sucia, llena de tiburones, con fanecas venenosas en la arena” y ya, muy venido arriba “yonkis en el paseo marítimo, secuestradores, asesinos y ladrones de carteras. Mejor vaya a la de...que es mucho mejor”. A partir de ahí la cosa ha crecido. En Asturias se han avistado junto a las playas jabalíes, bandas de moteros peligrosos, vacas que saltan a las piscinas y acaban matando a niños. “Váyanse al mediterráneo”, sugieren. Eso por no hablar del turismo de interior y la costumbre inveterada del cántabro de dejar las vacas sueltas por las estrechas carreteras de montaña para solicitar el pago de un óbolo o peaje a los conductores por retirarlas. Un escándalo.
“Don't tag this beach, bitch!” Algo tan obvio como no des tres cuartos al pregonero del lugar que tu quieres disfrutar, se ha convertido en una campaña de éxito puesta en marcha por la agencia balear Les Indis. El año pasado comenzaron con carteles en algunas calas y este han lanzado miles de pegatinas para colocar en coches, tiendas y otros lugares y sugerir a la gente que deje de joder con el Instagram. De momento las pegatinas han tenido muy buena acogida, cosa distinta es cuanta gente normal queda, que no necesite vivir de cara al público y dar envidia a todo el que pase. Es una reflexión. Estamos dispuestos a estropear lugares mágicos sólo porque nuestros amigos, conocidos o los meros extraños vean lo bien que estamos y lo envidien. Signo de los tiempos, de los tiempos absurdos que vivimos. Por eso todas estas campañas son no sólo cachondas sino también mucho más inteligentes y humanas. Si algo te gusta, presérvalo y para preservarlo, ocúltalo.
Esa tarea, la de la ocultación, ha sido emprendida en algunos casos incluso por entidades públicas. Por ejemplo, cuando el Ayuntamiento de Barcelona en abril hizo desaparecer la línea de bus 116. Entiéndame, no la quitó. Por contra, intentó dar un mejor servicio a los vecinos del barrio al que viajaba que estaban verdaderamente molestos por las aglomeraciones de turistas que lo invadían, dado que paraba en el Parque Güell. Así que lo cubrieron con el manto mágico de la invisibilidad, sacándolo de Internet y de las redes. Su ruta dejó de aparecer en Google Maps y en Citymapper. No era la primera experiencia. Ya lo habían ensayado con la 111 que lleva hasta el Tibidabo y piensan seguir ampliándolo a otras líneas saturadas para que los vecinos recobren un servicio que estaban perdiendo.
Me lo decía un día García Berlanga, tras el desnudo fácil lo que erotiza es el arte de la vestición. Hemos desnudado nuestra geografía hasta el extremo, exponiendo sus encantos de forma pornográfica a las masas excitadas. Es hora de cubrirla con un velo a los ojos de la gran mayoría, de revestirla de encanto y de reserva. Dentro de poco, todo dará la vuelta y lo que se gustaba de exhibir será escondido. Es la única forma. No se trata de que no lleguen visitantes, se trata de que no fagociten lo que deseamos conservar.
Así lo hagamos con la coña que nos caracteriza. Amén.