Las facilidades tecnológicas agravan el problema de la desinformación. Pero hay algo más grave: demasiada gente que quiere creérselo. Y aún peor: demasiada gente que, cuando ya sabe que es falso, sigue haciendo como que se lo cree, dándolo por bueno y compartiéndolo
Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero hubo un tiempo lejano, muy lejano, en que no existían las redes sociales ni Internet, y sin embargo los bulos corrían alegremente. Incluso más alegremente que hoy, con más éxito, sin webs de verificación ni posibilidad de desmentirlos con una simple búsqueda en Internet.
Desde la antigüedad, bulos y fake news han circulado con fuerza, y provocado consecuencias políticas y sociales, violencia incluida. Luchas de poder, querellas religiosas, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones eran terreno abonado para manipular a la población con todo tipo de mentiras. Y sin redes sociales, ya digo.
Lo que intentaron los racistas esta semana, acusando a los “moros” del asesinato del niño de Mocejón, es la versión actual de un clásico de la Europa medieval: el “libelo de sangre”. En un pueblo desaparecía un niño, y se acusaba en falso a los judíos de haber secuestrado y asesinado al crío para hacer horrendos rituales con su sangre. Era todo falso, pero los propagadores del libelo lograban su objetivo: miembros de la comunidad judía eran ajusticiados o expulsados, y a veces se desataban disturbios que terminaban en matanzas masivas. Lo mismo ha pasado a lo largo de la historia con el pueblo gitano, víctima preferente de bulos que culminaban también en matanzas y expulsiones.
A menudo eran los gobernantes y los grandes medios los que difundían bulos, y tampoco hay que remontarse a la Edad Media. Tú eres muy joven y etc., pero yo me acuerdo perfectamente de la Primera Guerra del Golfo, a principios de los noventa: el gobierno estadounidense, con la colaboración de periódicos y televisiones, nos coló el bulo de que las tropas de Sadam Hussein habían entrado en una maternidad kuwaití y volcado las incubadoras, dejando morir en el suelo a decenas de bebés prematuros. La noticia falsa ayudó a justificar la intervención militar, y a demonizar y deshumanizar a los iraquíes, que fueron brutalmente masacrados.
En fechas más recientes vimos cómo el gobierno español intentó colarnos la mentira grosera de que el atentado del 11M era obra de ETA. Con la colaboración entusiasta de varios medios, que mantuvieron el bulo caliente durante años contra toda evidencia. También recuerdo cómo al diario El País le colaron en portada una foto falsa del presidente venezolano Hugo Chávez entubado y moribundo.
Ahora fíjate en la secuencia de bulos y desmentidos: los libelos de sangre medievales solo fueron “verificados” por la historiografía siglos después, y todavía hoy alimentan leyendas y devociones populares. El bulo de las incubadoras tardó casi dos años en ser desvelado por periodistas independientes, cuando la guerra ya era agua pasada. El del 11M empezó a caer al día siguiente, mientras la información circulaba por SMS, que ni WhatsApp había. El del falso Chávez duró solo unas horas, ya en tiempos de redes sociales.
Cualquier bulo de hoy se puede desmentir en tiempo real, en segundos: lo que tardas en hacer un par de búsquedas y comprobaciones. Recuerdo los días del confinamiento de 2020, cuando los grupos de WhatsApp de amigos y familiares rebotaban audios de supuestas enfermeras que contaban la verdad atroz que estaba ocurriendo en los hospitales y que el gobierno nos ocultaba. Cada vez que me llegaba un audio, me bastaba una simple búsqueda en Internet o en Twitter tecleando “audio enfermera falso” y el nombre del supuesto hospital, y en seguida encontraba noticias y usuarios que denunciaban el engaño. Cuando advertía a quienes me habían compartido el bulo, se mostraban sorprendidos, como víctimas de un complot muy sofisticado. Pero bastaba una simple comprobación que no se les ocurría hacer, o que no necesitaban hacer, porque preferían darlo por bueno.
Viene todo esto a cuento de la discusión sobre el papel de las redes sociales en la difusión de bulos y mensajes de odio. Por supuesto que las facilidades tecnológicas agravan el problema. Pero hay algo más grave: demasiada gente que quiere creérselo. Y aún peor: demasiada gente que, cuando ya sabe que es falso, sigue haciendo como que se lo cree, dándolo por bueno y compartiéndolo.
La misma tecnología que expande masivamente los bulos y mensajes de odio, es la que nos sirve para desmentirlos, combatirlos y denunciarlos. Pero qué hacemos con toda esa gente que elige creérselos contra toda evidencia. Gente que no es que se haya vuelto extremista por creerse bulos, sino que se cree los bulos porque se ha vuelto extremista, y los bulos le sirven para sostener su visión del mundo. La misma gente asustada o fanatizada que se habría creído los libelos de sangre medievales, y que hoy compra la mercancía podrida de los buleros.
Son una minoría pero hacen mucho daño, y por supuesto hay que hacer algo para impedir que revienten la convivencia. Pero hay que hacer algo más, mucho más que poner límites a las redes sociales, que además de ineficaz provoca muchas dudas en materia de derechos y libertades. Ojalá el problema fuesen las redes sociales.