El 16 de septiembre se hizo pública la iniciativa Ya casi Venezuela, que desde semanas atrás había llamado la atención de buena parte del país a través de una hábil campaña de intriga en las redes sociales. Ese día se reveló que es una propuesta destinada a recabar fondos para motorizar una salida a la situación nacional, encabezada por Erik Prince, fundador de la contratista privada para fines militares, Blackwater. Aunque los objetivos políticos específicos aún no han sido explicados con claridad, la campaña ha logrado una recaudación aproximada de un poco más de 1 millón de dólares, una cifra no desestimable pero muy lejos de la meta de 10 millones que fue anunciado por quienes lideran la iniciativa.
Más allá de lo enigmática que es, por las altas expectativas que la propuesta ha generado en muchos círculos del país, no puede desestimarse su análisis, sobre todo en un contexto donde -pasados dos meses ya del 28 de julio- el panorama nacional está pleno de incertidumbre, sumido en una especie de tanteo de fuerzas inestables, donde el régimen hace múltiples maniobras para sostenerse y perpetuarse en el poder y la oposición y la comunidad internacional presionan diplomáticamente y deshojan la margarita acerca de los caminos para poner fin a la dictadura de tintes totalitarios.
Consideramos que hay varias razones por las que debe verse con cuidado y escepticismo la iniciativa Ya casi Venezuela, independientemente de la buena fe y los deseos -intereses crematísticos aparte- que seguramente la impulsan. La primera de ellas tiene que ver con sus auspiciantes y participantes. Una operación tan importante como la que se anuncia o sugiere, tiene una trascendencia política demasiado alta para que la encabecen unos mercenarios, por mucha identificación que puedan tener Prince y sus aliados con nuestra causa.
Hasta el momento solo se conoce la identidad de unos pocos de los venezolanos que estarían animando esta salida, y el más conocido, Iván Simonovis, reconocido policía y experto en seguridad venezolano, se distanció de ella hace unos días alegando poca transparencia en el manejo de los fondos recaudados. De cualquier forma, él nunca ha sido, propiamente, un dirigente político.
Alguien podría inferir que debido a los lazos de Blackwater con el Departamento de Estado (organismo del cual sería, según fuentes de información disponibles en la web, el más importante contratista militar), la empresa no estaría actuando por cuenta propia y que tendría aliciente y apoyo dentro de las alturas del establishment estadounidense, pero eso no sería más que una especulación, pues hasta el momento la políticas impulsadas por la potencia del norte con respecto a Venezuela han sido únicamente las sanciones contra 16 altos funcionarios y la presión diplomática. Por otro lado, fuentes de información respetables han sugerido que Elon Musk estaría detrás de la jugada, pero éste en ningún momento ha hecho referencia a ello, aunque es cierto que ha mostrado interés en la situación venezolana, al punto de tener una disputa pública con Nicolás Maduro que terminó con el bloqueo de X -antigua Twitter- en el país, el primero de tantos atropellos a la libertad de información que el pupilo de Raúl Castro ha llevado a cabo en las semanas que han seguido a su estrepitosa caída electoral.
Otro elemento de peso por la que hay ver con prudente distancia esta iniciativa es la premura que la anima. Si bien es cierto que después de la extraordinaria jornada del 28 de julio el país reclama el respeto a los resultados y el cambio de la nefasta suerte que lo ha perseguido por más de dos décadas, la experiencia de todos estos años nos ha demostrado que el inmediatismo y la improvisación no son buenos, lo cual se dejó entrever con aquél “Chávez vete ya”, que tanto daño nos hizo. Sobra decir que el inmediatismo de la operación se delata en su propio nombre, “Ya casi Venezuela”.
Es la promesa, nuevamente, de una solución mágica para un problema complejo, como lo es poner fin a un régimen que no cuenta ya con apoyo popular pero controla las fuerzas armadas y casi todos los poderes públicos del país, con la excepción de unos pocos estados y unas cuantas alcaldías, los cuales, por lo demás, tienen ante sí permanentemente la espada de Damocles de múltiples restricciones en el presupuesto, amenazas varias y acosos de organismos paralelos.
Todo lo cual conforma un escenario del cual no se puede salir con simples operaciones quirúrgicas, sino que exige una articulación de acciones y presiones en el ámbito internacional, regional y nacional, porque la captura o eliminación de un líder o un magistrado puede representar sin duda un duro golpe, pero no implica el derrocamiento o la rendición de un régimen. Y esto, en principio, escapa a las limitadas posibilidades de una empresa de mercenarios, la cual solo podría tener cierta eficacia cuando tiene tras de sí los recursos y finanzas de uno o varios estados.
Es inevitable recordar, en este sentido, lo que fue la Operación Gedeón, una acción ejecutada por grupos de militares y civiles venezolanos y extranjeros en 2020, infiltrada fácilmente por el régimen, quien tiene una indiscutible pericia en eso de aprovecharse del desespero de tantos compatriotas por sacarlo del poder.
Pese a todo lo anterior, una cosa es cierta: el lanzamiento de Ya casi Venezuela ha puesto de manifiesto las grandes dificultades que afronta actualmente -y afrontará aún más en el futuro mediato- la comunidad democrática internacional y regional para doblegar a los regímenes autoritarios de nueva estirpe de principios del siglo XXI. La ONU y la OEA, por mencionar los más importantes organismos multilaterales, se han visto totalmente impotentes para enfrentar el fraude y golpe de estado consumado por Maduro, Cabello y compañía el 28 de julio. Habiendo pruebas más que suficientes del triunfo de Edmundo González Urrutia, no se ha podido articular todavía una forma de reponer el Estado de derecho y obligar al régimen a reconocer su derrota y salir del poder.
Quizás la lección que deja Ya casi Venezuela es que cuando la diplomacia y el ordenamiento legal internacional fracasan, sale al tapete de manera inevitable la apelación al uso de la fuerza como forma de restablecer un determinado orden doméstico y regional. La verdad es que la época de las cañoneras y las intervenciones de las grandes potencias para restablecer el orden en sus zonas de influencia parecía haber sido superada a finales del siglo XX, con la ola democrática que surgió al calor de la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS.
Pero en los últimos años parecen estar acentuándose los rasgos anárquicos del sistema internacional, como bien lo establecen las teorías clásicas del realismo político y sus variantes neorrealistas.
La invasión de Ucrania por la URSS y el conflicto en Gaza pueden ser, de hecho, los percutores del regreso a un período donde el uso de la fuerza se convierta nuevamente en el mecanismo principal para dirimir las tensiones geopolíticas y los conflictos entre civilizaciones y bloques regionales de poder. La aparición de grandes organizaciones de mercenarios -los Wagner, Blackwater, etc.- parecen ser solo un síntoma más de un nuevo escenario mundial, donde los estados-naciones se están desconfigurando (o reconfigurando de nuevas formas, según sea la perspectiva de análisis) y la apelación a la fuerza amenaza con signar y arbitrar cada vez más a la dinámica internacional.
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