Hoy, las exclamaciones españolas de tiempos pasados me hacen reír y hago esfuerzos por imaginar los comportamientos de quienes las pronunciaban: Cáspita, Pardiez, Demóntres, Voto a sanes y situaciones rigurosamente absurdas como ésta: «¿Qué hora es? ¡Las doce! ¡Feliz vos que sabéis la hora en que vais a morir! ¡Defendeos!». Y sacaban las espadas sin saber quiénes eran ninguno de los dos.

Pero no es a estas arcaicas u ocasionales expresiones a las que quiero referirme sino al desconocimiento que muchos de nosotros tenemos de los signos ortográficos en el momento de dar lectura a algún texto bien o torpemente escrito.

De niño aprendí que existen signos ortográficos que contribuyen a orientar y mantener una buena lectura. En nuestro idioma son el punto, la coma, el punto y coma, los dos puntos, los paréntesis, los corchetes, la raya, las comillas, los signos de interrogación y de exclamación, y los puntos suspensivos. Ellos tienen la obligación de conducir nuestra respiración en el momento de la lectura: hacer breves pausas en las comas y detener algunos segundos la lectura cada vez que nos conmina el punto y aparte.

Es cosa simple aprender y poner en práctica los signos de interrogación o de exclamación para dar énfasis a la lectura y no atropellarnos leyendo velozmente y de corrido como ya es pésima costumbre.

La única entrevista que he hecho en mi larga vida (¡nunca más me ha tocado experiencia tan humillante!) fue a un destacado miembro del grupo Viernes, cuyo nombre, muy a mi pesar, no doy a conocer porque fue algo desagradable, él queda my mal parado y no pretendo bajarlo de su pedestal como si se tratara de una estatua de Hugo Chávez.

A medida que expresaba sus opiniones y avanzaba la entrevista iba indicándome las comas, los puntos y aparte, las interjecciones e interrogaciones. Sencillamente, me estaba irrespetando. Era una grosería, una vanidosa egolatría de su parte. Como si dijera: «Este muchacho periodista no debe saber lo que es una coma, pero yo que soy escritor sí lo sé». Se ponderaba como el gran poeta y escritor que no era y terminé por descubrir que yo soy mejor escritor que el escritor que él creyó ser porque mantengo más nobleza y sensibilidad que las que él no mostró en su tiempo.

Hay momentos venezolanos en los que diciéndose escritores algunos  farsantes utilizan la literatura como trampolín para acceder al Banco Central, a la política, a la nombradía, es decir, al Poder.

Algo me abruma: estoy por afirmar que una buena mayoría venezolana no lee bien. Peor aún, Juan Liscano me dijo una vez, hace algún tiempo, que la burguesía venezolana no lee. ¡Los personeros del actual régimen madurista, mucho menos! Nuestra burguesía, me refiero a la de antes, a la que no sufrió los desajustes chavomaduristas, viajaba, se codeaba, adquiría un  barniz cultural floreciente, pero superficial, incapaz de reconocer una sonata de Mozart o de haber leído Une saison en enfer, de Rimbaud o el último libro de Mario Vargas Llosa sobre la huachafería peruana. La de hoy, a la sombra multimillonaria del chavismo, ni siquiera puede leer periódicos porque no existen. Muchos conocen la diáspora y se ajustaron a aquel Plan B, de los comienzos bolivarianos, pero no deben haber muchos libros en las casas de los chavistas.

Leemos aceleradamente creyendo que así absorbemos toda la información que contiene el texto que tenemos en las manos, sin percatarnos que la velocidad que imprimimos a la lectura vuelve invisibles no solo a las palabras sino a las ideas que allí estuvieron expresadas. Un texto así, leído velozmente ignorando los signos ortográficos no deja huella alguna, se desvanece. ¡Es como si no hubiese existido!

Veo al distinguido lector o lectora con los papeles en las manos y los ojos clavados en ellos leyendo sin mirar a la audiencia. De pronto, alzan la mirada, miran a la concurrencia solo para constatar que seguimos allí. Entonces, imperturbables continúan su desventurada lectura.

Debemos leer con más sosiego a fin de disfrutar la sonoridad de las palabras y, sobre todo, no desestimar ni avergonzar a los oyentes. No renunciemos a los efectos musicales que por lo general ofrece la escritura, tampoco al ritmo a que nos obliga el texto que se lee.

Las palabras tienen alma y se enaltecen a sí mismas cuando el silencio las roza levemente cada vez que encontramos un punto y coma o un punto y aparte. Contrariamente, las palabras cercadas abusivamente por prolongados silencios o atropelladas por la velocidad de la lectura dejan de serlo y se convierten en inútil palabrería.

(También es verdad que los poetas suprimen a veces signos de puntuación para evitar una ingrata sintaxis o para ofrecer al lector nuevas imaginaciones y resonancias, pero este es un asunto para considerar en otra ocasión).

¡Hablamos de la mala lectura! Me ha tocado ver y padecer a muchos amigos, dignificados poetas y nobles escritores que leen atropelladamente sus textos. Cuando leemos sin ritmo y sin pausas nuestros propios textos o textos ajenos, negamos a la audiencia el disfrute y el placer no tanto de oír las palabras sino de verlas y nos negamos a nosotros mismos porque traicionamos la topografía de nuestra escritura, las montañas y planicies de nuestra sensibilidad.

Al suprimir las pausas, al no establecer breves silencio en el texto, al no articular bien las palabras, leemos como si fuésemos el profesional de la política navegando en el vacío de su retórica, sin vaivenes ni altibajos.

Es absurdo y contradictorio: insistimos en rescatar la democracia que equivale a liberarnos de cualquier autoritarismo, pero no hacemos ningún esfuerzo por cumplir con los signos de nuestra ortografía, liberar la lectura y acariciar el encanto de nuestra propia e inagotable sensibilidad.