El pensamiento crítico se ha convertido en nuestras sociedades narcisistas en una defensa contra la autocrítica. Enzarzados en batallas culturales o mareados y nublados por efecto de la desquiciante polarización política, desplegamos con facilidad un arsenal de argumentos para demostrar el vicio ajeno, lo feos que son los demás y por contraste lo hermosos que somos nosotros. El pensamiento crítico, como decía Manuel Arias Maldonado, se ha convertido en el ejercicio de una crítica predecible con la que nos ahorramos el trabajo previo de pensar. Basta con dividir el mundo en opresores y oprimidos para que las miserias morales de los unos se conviertan en la explicación del infortunio de los otros. En las guerras culturales no se compite por hallar la verdad, que se desprecia, sino por la superioridad moral.
El problema viene cuando uno de los nuestros, Maduro, por ejemplo, cruza una línea que lo deja en evidencia, expuesto ante la opinión pública mundial como un déspota tramposo que amenaza, aterra y tortura a su propio pueblo. Si en este mundo se ejerciera la autocrítica, lo evidente sería revisar la manera en que unas ideas y unos propósitos han degenerado hasta convertirse en un totalitarismo. Pero no hay manera. No aparecen voces que se cuestionen cómo fue posible que durante más de dos décadas simpatizaran con un régimen plagado de vicios y autoritarismo, porque no hay manera de que el dogmático reconozca que sus ideas, valores y utopías no son inmaculadas. Más fácil y tranquilizador es expulsar a la oveja negra del redil.
Es lo que ha ocurrido con Maduro. Alguien que se autoproclamó de izquierdas, que fue apoyado por la izquierda internacional, que agitó los símbolos de la izquierda y que recibió la comprensión y solidaridad de todo el papado laico, desde Chomsky hasta Lula, resulta que luego, cuando el estiércol lo cubre hasta las orejas, nos estaba engañando, no era un izquierdista. Y esto que hoy en día ocurre con Maduro bien puede ocurrirle mañana a la derecha latinoamericana con Bukele. Fascinada como está con la efectividad de la mano dura, ya tarda demasiado en criticar los métodos arbitrarios y antidemocráticos de su nuevo ídolo.
Es verdad que si sostenemos unas ideas y unos valores es porque los consideramos superiores a los demás. Y también es evidente que esas ideas y esos valores se mezclan con las emociones hasta moldear la propia identidad. Pero esto, sin batallas culturales o sin intransigencia, no sería un obstáculo para la revisión de las propias creencias. El problema es verse de pronto atrincherado, teniendo que sostener la pureza de nuestro bando y la atemporalidad de ideales que ni la historia y ni el ser humano podrían nunca corromper. Mejor es entonces subirnos en ese pedestal desde donde señalamos la opresión que cometen los otros, los prejuicios que envilecen las acciones de los demás, mientras nos refugiamos en nuestro feliz y engañoso narcisismo. Si somos los buenos y nuestros sueños son virtuosos, nunca nos podremos equivocar.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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