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Aquella cabina en la Gran Vía

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De fondo canta Calamaro, entre el desastre de las copas y la bacanal de la cháchara, como un hilo musical que nadie oye, o que quizá sólo oigo yo, dentro de este café de Gran Vía, que es una entraña o desguace de galeón con todo su costado abierto a la gran calle donde diciembre pasa o acaso no pasa con toda su calamidad de bocinas y paraguas. Diciembre está parado en todos los semáforos. Madrid está parado en cada escaparate. Yo estoy parado en una mesa de rincón, más solo que la luna, y miro un poco al gentío, por los ventanales, o me remiro otro poco a mí mismo, por los espejos, mientras espero a Paula, que ya tarda más de la cuenta. Soy estatua, casi, de este café, desde la prehistoria, porque fui cliente largo y fijo de la cabina telefónica que había enfrente, justo ahí enfrente, según sales, una cabina desde donde llamaba a mi padre, allá en lo alto de los ochenta, para darle el parte de las ilusiones de mi vida literaria de veinteañero de corazón delincuencial y fiebre lírica. Siempre veo, por los ventanales gigantes, esta cabina telefónica, que ya no está, pero que sí está en mí, como un confesionario en medio de la gran calle, como un retiro con vistas a un atasco, donde mi padre y yo nos citábamos por teléfono, para hablarnos a espaldas del mundo. Hoy, la cabina no está, pero sí, porque estoy yo, y las muchachas entran y salen de Zara, o de Stradivarius, en romería, a comprar un tanga rojo para la Nochevieja, y las rameras extranjeras compran lotería antes de ponerse al tajo en los cabarés de túnel de la zona. La Navidad es la gente que compra y la gente que miramos a los que compran. Acaban de llamarme del periódico para encargarme un relato. No practico mucho el género del cuento, pero sí el del encargo, que es el género de los que no creemos en los géneros. Incluso el género de los que más bien no creemos en la Navidad, esa algarabía de suegras y belenistas. Paula llega siempre tarde, pero hoy ya se está pasando. A mi padre, desde la cabina, yo lo llamaba los viernes a las ocho de la tarde, dando así criterio de compañía a mis desórdenes de solitario y horario a mi vida que ya se quería sin horarios. -¿Qué le pongo? -Un cubata. El ron, Matusalén. La camarera es una negra joven, con los ojos espantados y la espalda emocionante. La camarera tiene en su moverse todo el exotismo o erotismo del Caribe, más un piercing de plata en el labio inferior, que dobla de gracia barrial o desgarro popular sus opulencias elásticas de criatura criada entre palmeras o panteras. No sé si me gusta más su cara, o si me gusta más su espalda, pero eso da igual, porque yo espero a Paula, que no viene, y también espero a mi padre, ahí al otro lado de mi llamada telefónica de cualquier viernes del año 84, que es en rigor el día secreto y cierto de tantos días diversos de mis visitas incontables a este café. Calamaro canta «soy el soldado de tu lado más malvado, y soy propietario de tu lado más caliente». Lo escucho enredadamente, por encima o por debajo del coro de los brindis y el corro de las conversaciones. «Soy el dirigente de tu parte más urgente y el comandante de tu lado de adelante». Algo así canta el golfo de Calamaro. En la calle, las parejas se anudan de amor con bufandas rayadas y desde los autobuses las estudiantes llaman por el móvil a todo el mundo, menos a mí. Yo podría ser el soldado del lado más malvado de estas desconocidas, pero no lo soy. Soy, de momento, el propietario del lado más caliente de Paula, que ni llega ni siquiera me pone alguna disculpa de móvil. No le veo a la camarera el móvil, pero igual ya va siendo hora de pedirle el número, y así también me despisto de la nostalgia, casi letal, de las conversaciones de cabina entre mi padre y yo, ahí mismo, en la cabina que no está, en esa cabina de intimidad donde yo le iba contando mis modestos avances de joven escritor en la ciudad, que a veces no pasaban de moverme por la Gran Vía con las manos en los bolsillos, porque Madrid era eso, un modo de meterse las manos en los bolsillos, según un clásico castizo que nos gustaba mucho a mi padre y a mí. Yo había venido, de provincias, a la conquista de la ciudad, y daba noticia de mi aventura, semanalmente, a mi padre, cuando noticia había poca, o ninguna, pero sí la gana renovada de hacerme un sitio en la ciudad difícil, mientras iba cumpliendo la doble milicia de la noche y la escritura. Hoy, ni está mi padre, ni tampoco la cabina, y no sé si espero el rato conversacional de aquellos encuentros de cabina, o si sólo espero a Paula o ya espero inesperadamente a la camarera, que no sé cómo se llama, pero a la que quizá le improvise el nombre de Navidad, que es un nombre que no le va nada a sus gracias de oscura alfarería, y que por eso sí le va. El cuento de encargo ha de tener cuatro folios cumplidos. El cuento no lo voy a pensar, naturalmente, porque la premeditación es una cobardía, y porque para pensar ya está la prosa. Hay que ir al folio duro y directo, como a la mujer. A Paula le fui directo y duro, hace semanas, en Venus, un bar de estriptis de aquí al lado, y se le desquició el corazón. Dice que me ama porque se me nota demasiado que me gustan todas las mujeres. Paula tiene un novio, que es policía, y luego se entretiene conmigo, que para ella soy un poeta. O tiene un novio poeta, que soy yo, y luego se entretiene con un policía. No sé, ella sabrá. Mi padre llegó un día al frío de Madrid, soñando la rendición de la ciudad bajo su vocación literaria, pero la vida le torció los propósitos, y luego quien retomó aquella ambición quebrada fui yo, que di durante años a mi propio padre la glosa y el detalle de mis logros, como si al fin estuviera iluminando los suyos, siempre pendientes. Yo iba cada viernes a mi cabina de la Gran Vía, como un novio de la circunstancia, y ahí iba echando por la ranura mi moneda de calderilla, que era lo que tasaba el rato de conversación, en un ritual que nos cerraba a ambos, por unos minutos, en una isla de alegre confidencia en medio de la calle más populosa de Madrid. Con hablar un rato, íbamos triunfando. La cabina la retiraron un día, y fue como si se llevaran el esqueleto del ferrocarril de tanta charla con mi padre, como si arrastraran un cadáver de cristal donde íbamos sin ir él y yo, que fuimos un hogar insólito de propósitos en la calle cruda, cruel y desangelada. Las muchachas entran a Stradivarius, o a Zara, y cargan con bragas rojas para la juerga de Nochevieja, que este año sale por un pastón, sin cena. Las chicas ya sólo piensan en la Nochevieja. Son unas pornográficas. Los mendigos hablan por el móvil, pero no con un padre, sino con otro mendigo, a ver cómo cotiza la limosna por otro barrio. Paula trabaja en Venus, un sótano de vicios, y nunca va a verla su policía, porque «si viene es que no me quiere», que dice ella. Ahí la conocí, y ahí vuelvo a menudo, pero yo sí puedo hacerlo, porque soy poeta, y los poetas «quieren de otra manera», que también dice ella. Los poetas son unos cabrones. Paula es un desastre. Me temo que ya no va a venir. Quizá ya no viene nunca. Diciembre es un naufragio de luces y prisas. La noche enciende su loca galaxia de taxis. Calamaro es el villancico canalla de los que no escuchamos villancicos. Mejor no pido otro cubata de Matusalén. Mejor dejo pendiente el pedirle el número de teléfono a la camarera, porque hay que tener siempre un número pendiente, una mujer pendiente. Seguro que Paula no viene. Soy, una vez más, el que espera a una mujer que nunca llega y a otra de la que no sabe ni el nombre. Soy el que se pasa la vida esperándose a sí mismo. Suceden lluvias de otro invierno, allá en el 84. Llueve desde un mañana que ya ha ocurrido. La camarera, sí, se llamará Navidad. Soy el que un día tuvo cabina propia en la Gran Vía. Soy mi padre. Es el momento de volver a casa y ponerme a ver si sale el cuento de encargo.

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