Y que vivan las películas históricas. 'Gladiator II' , estrenada el pasado viernes para los que hayan pasado el fin de semana al margen de los medios, ha hecho más por la historia antigua que mil y un ensayos de otros tantos autores conocidos. Y no lo digo por decir. Gracias al director Ridley Scott, y a su chico Fred Hechinger , el despiadado Caracalla es hoy la comidilla de los mentideros de internet. Porque, aunque no se lo crean, este emperador romano es recordado en las fuentes clásicas como un tipejo despiadado y abyecto. No en vano asesinó sin pudor a su hermano Geta en el 211 d.C. para hacerse con el poder absoluto y evitar compartir la poltrona. Le salió bien a medias... Vino al mundo Marco Aurelio Antonino (apodado luego Caracalla por una característica capa extranjera que solía portar) en el 188 d.C. Y, ya desde el principio, andaba a golpes con su hermano. «A los hijos del emperador Severo les encantaban las carreras de carros del circo, no sabemos si el Anfiteatro. Geta prefería la 'factio' de los verdes, y Caracalla, la de los azules», afirma a ABC el historiador Federico Romero Díaz , administrador de ' Historia y Roma Antigua '. Al parecer, el odio entre ambos se generó cuando eran niños, en una carrera de ponis en la que competían. El experto sostiene que, en ella, nuestro protagonista «se cayó y se rompió la pierna». Aquello se le quedó grabado en la mente. Años después, cuando su progenitor dejó este mundo y repartió el imperio entre ambos, Caracalla acabó con la vida de Geta. En parte por animadversión; en una parte mayor, para evitar compartir el trono. Tras el asesinato de su hermano, los autores clásicos sostienen que Caracalla consolidó su poder mediante una brutal represión que le hizo ganarse la reputación de tirano. Dion Casio, su contemporáneo, le definió en su 'Historia romana' como un tipo que ejecutó contra los jefes de las tribus afines «las peores formas de crueldad». En sus palabras, Antonino engañaba a sus amigos, adoraba la traición y «se regocijaba con los asesinatos mutuos», tuvieran o no que ver con él. Hasta tal punto llegó su locura, que «si alguien llegaba a escribir el nombre de Geta, o incluso a pronunciarlo, lo condenaba inmediatamente a la muerte». Para colmo, la sociedad, harta de sufragar con altos impuestos sus recurrentes campañas militares, le veía como un líder caprichoso, infantil y propenso a los ataques de ira. Romero Díaz es de la misma opinión: «El asesinato de Geta a manos de su hermano fue seguido del exterminio de más de 20.000 seguidores de los verdes fieles a Geta, entre ellos el famoso auriga Euprepes , con más de 782 victorias en su currículo deportivo». Con todos estos mimbres, no resulta extraño que Caracalla acabara sus días asesinado por sus propios hombres. Ya lo dice el refranero, que por popular no es menos acertado: el que a hierro mata, a hierro... La primavera llegó en el 217 d.C. para este controvertido emperador. Y con la nueva estación, arribaron también los efluvios de la guerra. Explica el divulgador Stephen Dando-Collins en su magna 'Legiones de Roma' que, por aquel entonces, los estandartes de los batallones habían sido ya bendecidos en «las ceremonias de lustración llevadas a cabo en las Quatranalis de marzo». Caracalla suspiraba por reanudar su campaña en Partia, con la que prometía equipararse a Alejandro Magno . Pero desconocía el mandamás que el barquero le aguardaba con el lanchón presto en su camino a la ciudad de Carras, ubicada en la actual Turquía. Y todo ello, cuando apenas sumaba 29 primaveras a sus espaldas. Narra Dion Casio que Caracalla no fue el único instigador de aquella campaña. Y es que los «partos y los medos, muy irritados por el trato que habían recibido, procedieron a levantar un gran ejército». De hecho, el cronista suscribe que, aunque el emperador anhelaba emular al gran Alejandro, «cayó en el mayor de los terrores» cuando supo que le tocaba entrar en brega, pues era en realidad «el mayor cobarde frente al peligro y el más débil cuando se presentaban dificultades». Para colmo, los bárbaros entendieron que las legiones, «aunque numerosas, estaban tan agotadas físicamente y tan desmoralizadas, que ya no se preocupaban más que de las grandes donaciones que estaban continuamente recibiendo en grandes cantidades de Antonino». Así estaban los unos y los otros el día de autos. Cuenta Casio que el plan de su enemigo se llevó a la práctica un 8 de abril, cuando Caracalla «había partido de Edesa hacia Carras». A lo largo del camino, el emperador decidió «bajarse de su caballo con el objetivo de aliviarse»; algunos afirman que para orinar, otros, que para estirar las piernas. El resto de la columna montada le imitó; entre ellos, los miembros de su guardia personal, los llamados 'Leones'. Estos escoltas eran escitas y germanos, pues el emperador no confiaba en pretorianos ni legionarios para proteger su vida. Depravado, desde luego, pero consecuente, como bien explica el autor clásico: «El emperador mantenía a los escitas y germanos alrededor de él, tanto libertos como esclavos, a los que había arrebatado de sus amos y de sus esposas y había armado, poniendo en ellos, aparentemente, más confianza que en los soldados. Y entre los diversos honores que les mostraba, les hacía centuriones y les llamaba Leones. Además, solía conversar con los embajadores que, de tanto en tanto, le enviaban las naciones a las que pertenecían aquellos soldados, sin estar presentes nada más que los intérpretes, a los que ordenaba que, en caso de que le ocurriese algo, invadieran Italia y marcharan sobre Roma, asegurándoles que era muy fácil de capturar. Y, para evitar que ningún atisbo de conversación llegara a nuestros oídos, daba muerte inmediatamente a los intérpretes». Durante aquella parada, y arropado por sus Leones, se acercó a Caracalla un soldado veterano: Julio Marcial. Un tipo retirado que servía por entonces en la milicia de los 'evocati' y al que el mandamás había negado el ascenso a centurión; pésimo caldo de cultivo. Este se «aproximó como si quisiera decirle algo y lo atacó con un pequeño puñal». Un tajo después, el emperador cayó al suelo. El magnicida huyó a toda prisa, aunque sin soltar el arma del delito. Y ese filo ensangrentado fue el que puso en alerta a uno de los escitas de los Leones, que, en palabras del cronista, acabó con él «lanzándole una jabalina». Pero debe ser que a la mala hierba le cuesta morir. ¡Tras el cuchillazo, Caracalla seguía vivo! Mientras los soldados y los miembros de su Estado Mayor se aglomeraban alrededor del emperador, que luchaba por respirar, dos personas se abrieron camino entre la multitud para aplicarle el descabello. Fueron dos tribunos de la Guardia Pretoriana, los hermanos Aurelio Nemesiano y Aurelio Apolinaris . Al final, y como le había sucedido a otros tantos líderes como Calígula y Cómodo, este personaje fue víctima de sus propios hombres. «En cuanto a Antonino, los tribunos, fingiendo llegar en su rescate, le dieron muerte», afirma Dion Casio. El cronista asevera, y lo hace muy seguro de ello, que los tres magnicidas habían sido persuadidos para cometer el asesinato por el prefecto de la Guardia Pretoriana, Marco Opelio Macrino . El que se convirtió a la postre en el sucesor de Caracalla había mantenido conversaciones con las tropas ubicadas en la región para poner fin a su vida; todo ello, a cambio de acabar de una vez por todas contra la impopular guerra contra los partos. Y lo cierto es que debía de estar bien informado el cronista, pues se hallaba por entonces en la delegación imperial ubicada en Mesopotamia. El cuerpo de Antonino, afirma el cronista, fue incinerado y sus huesos depositados en la tumba de su familia. Aunque después de «haber sido llevados a Roma en secreto por la noche». Y es que, en sus palabras, «absolutamente todos, tantos senadores como el resto de la población, hombres y mujeres por igual, le odiaban con gran violencia». Con todo, no se aprobó ningún decreto quitándole los honores, ya que los soldados no obtuvieron de Macrino la paz que esperaban. De hecho, el nuevo emperador se ganó el odio de los combatientes al arrebatarles las abultadas pagas que habían recibido hasta entonces. Aunque eso no eliminó el odio que la sociedad tenía a Caracalla. Ni mucho menos.