Andamos con aguas turbulentas bajo el puente de la historia de nuestros días. No hay momento en el que no nos sobresalte la penúltima noticia del escándalo político de turno , del ademán de dictadura totalizadora, de la mentira obscena de quien exhibe sin despeinarse sus tramposas aspiraciones que jamás declara. Y cunde el desánimo en una sociedad casi narcotizada por tanta lluvia tóxica que impide la legítima defensa, la valiente toma de conciencia, la reacción serena de una alternativa deseada. Parece que se cumple lo que decía el sociólogo Gilles Lipovetsky, cuyos títulos provocativos ya nos señalarían el escenario crítico y sórdido en el que nos movemos actualmente: 'una era del vacío' donde el individualismo nos aísla y enfrenta, una 'ética indolora' en la que haciendo las cosas mal, ha dejado de dolernos en la conciencia sin que aparentemente pase nada, entrando así en el 'imperio de lo efímero' siendo engullidos por una moda pasajera que nos enajena y engaña. Sería la más corrosiva construcción de una sociedad sin el fundamento firme de la roca, como advertía Jesús en su célebre parábola (Mt 7, 21-27), haciendo un mundo verdaderamente líquido como ha repetido hasta la saciedad Zigmunt Bauman, tan falto de solidez que termina siendo gaseoso. Corremos ese riesgo de habituarnos a esta deriva política, que ya ni siquiera advertimos el momento preocupante y crítico que vivimos, haciéndonos vulnerables inadvertidamente hasta convertirnos en 'zombis' de un vulgar Halloween sin percatarnos de nuestra orfandad desahuciada y terminal. Por este motivo la presencia y la palabra de la Iglesia resulta nefanda e insoportable a algunos de nuestros observadores políticos o plumillas mediáticos. Y no tardan en responder destemplados, con mensaje sincronizado desde sus variadas tribunas y titulares, cada vez que un cristiano –máxime si además es obispo– toma la palabra para decir con mesura de juicio, con templanza literaria, pero con audacia profética llamando a las cosas por su nombre, que algunos no soportan tener que escuchar. El mutismo y la invisibilidad es lo que desean algunos como escenario de la presencia cristiana en toda la trama social: en la cultura, las artes varias, la opinión pública y publicada, los debates éticos y políticos, los desafíos sociales y culturales, etc. Como mucho se nos permitiría seguir respirando en alguna sacristía recoleta o en algún anfiteatro virtual mientras desamortizan nuestro espacio para otro tipo de sainetes de imperativo popular con derecho al campanario si el aforo de marras fuese estrecho o ineficaz. Pero resulta que tenemos el derecho y el deber de acercar también nuestra palabra, esgrimir nuestras razones, exponer nuestras reservas ponderadas o nuestra crítica constructiva en la edificación de la ciudad secular de la que también nosotros formamos parte. Por este motivo, no aceptamos las nuevas catacumbas que algunas siglas políticas y sus terminales mediáticos nos imponen sin más, confinándonos allí como apestados, sin voz ni voto, empujándonos a la inanidad. Llevamos años con una gestión política en tantos sitios que no nos ha dejado indiferentes, y que sigue queriendo arrancar y deconstruir toda huella que tenga una inequívoca referencia al acontecimiento cristiano. Hay modelos de gobernanza que pesan en nuestra conciencia ciudadana y en nuestra visión cristiana de la vida, cuando en estos años llenos de sobresaltos, hemos podido contemplar recortes que soslayan las libertades censurándote e imponiéndote una cosmovisión de la sociedad que determina tantas cosas. Lo verificamos en España, en otros lares europeos a través de sus instituciones legislativas y parlamentarias, y en los países hermanos de la América hispana que se han deslizado hacia el populismo (Cuba, Nicaragua, Venezuela, México, Ecuador, etc.) con el carácter marxista e indigenista de una falsa liberación que venimos comprobando. El gran escritor inglés Thomas Stern Eliot, hablaba de lo que sucede cuando el hombre abandona a Dios: que siempre le quedarán tres ídolos a los que seguir dando culto, a los que de tantos modos continuar adorando. Él señalaba estos tres: el poder, el dinero y la lujuria. Toda una proclama de los males que nos aquejan en estos días revueltos con políticos corruptos y mendaces que quedan retratados en esta fotografía del derrumbe de los imperios de la vanidad ensoberbecida y la frívola ambición. Es lo que mayormente me viene a la mente cuando me asomo cada día a lo que en el escenario más local o en el más internacional constatamos como deriva de un derrotero en el que los valores sólidos desde lo que hemos construido nuestra sociedad y nuestra civilización, está quedando dilapidada por la ansiedad del poderío con cualquier maña sin rubor, de la riqueza a cualquier precio consumista, del placer en cualquier perversión inconfesable (poder, dinero y lujuria). Lo decía un teólogo contemporáneo, Henri de Lubac: cuando hacemos un mundo sin Dios, lo hacemos contra el hombre. Verdadera impronta de lo que estamos asistiendo como escenario terrible de actualidad. Sabemos que los estados pueden ser aconfesionales, pero las personas siempre seremos creyentes. Puede parecer presuntuosa esta afirmación, pero bien pensada creo que es incontestable. Porque todos tenemos una relación con Dios lo queramos o no: para confesarlo con la fe o para censurarlo desde la ideología. En este sentido no hay creyentes y ateos, sino creyentes e idólatras, es decir, creyentes en el verdadero Dios o idólatras de los dioses falsos, como señalaba Eliot. Cada uno sabe luego qué fruta prohibida consume, qué torres de Babel indebida levanta o qué becerros de oro adora… para llegar a ser como Dios, vieja y única tentación humana que se verifica en las dictaduras de los mandamases sin escrúpulos que sólo quieren perpetuar sus poltronas y controles a base de mentiras tramposas e injusticias avasalladoras sin entrañas. Lástima que jamás reparen en el daño que hacen a la sociedad, pudriendo las democracias con la decadencia infame que ellos introducen en su demencial uso y abuso de las reglas de juego que amañan a su favor. Por este motivo la memoria cristiana será siempre subversiva para quienes tienen una idea totalitaria y excluyente: ante la familia que confunden y destruyen, ante la vida que siegan en cualquiera de sus tres tramos (naciente, creciente y menguante), ante la libertad que pervierten con leyes liberticidas. Memoria cristiana que ama la belleza, no traiciona la verdad, ejerce la bondad y está abierta a la transcendencia. Es normal ante este panorama que los cristianos pidamos la palabra y ofrezcamos nuestro testimonio, aunque irrite y soliviante a quienes no pueden controlarnos. En ello estamos. Paz y bien.