En las noticias que nos ha dejado la guerra en Oriente Próximo, el pasado 20 de septiembre Israel llevó a cabo un ataque organizado en el Líbano que fue recogido en el periódico con el titular: «Israel asesina a la cúpula de la unidad de élite de combate de Hizbolá en un bombardeo al sur de Beirut». El lector José María Méndez señala que «Israel está en guerra contra un grupo terrorista financiado por Irán, y por tanto no asesina, en todo caso mata. Parece mentira que su periódico trate así a un Estado que lucha por su supervivencia. En cualquier guerra, no se 'asesina', se 'mata'». Contrariado, el señor Méndez insta al periódico a «rectificar el tratamiento de esta guerra». Mikel Ayestaran, corresponsal en Estambul del grupo Vocento y autor del artículo, expresa su sorpresa, ya que «es el propio Ejército de Israel el que utiliza el término «asesinato selectivo» desde hace décadas. En este caso, es cierto, fue muy poco selectivo porque hubo cientos de muertos, aunque consiguieron acabar con su objetivo». Inés Olza, lingüista e investigadora sénior del grupo Vínculos, Creatividad y Cultura del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra, piensa que «la distinción de términos que pide el lector se comprende desde un punto de vista legal, técnico, ya que a quien mata o asesina en situaciones de guerra no se le aplican las leyes habituales». En este contexto, además, «el uso de un término u otro tiene unas determinadas consecuencias jurídicas y penales», lo que obliga a ser muy preciso en su uso. Pero la noticia utiliza «el lenguaje común, y desde un punto de vista periodístico se está describiendo un asesinato, de acuerdo incluso con la acepción del término de la RAE. Una acción planificada, dirigida a acabar con la vida de unas personas concretas, es un asesinato». Es más, la investigadora piensa que «hablar de la muerte de estas personas sin mencionar al agente sería difuminar la responsabilidad de Israel en el hecho». Por eso, dice Olza, «me parece mejor que se hable de asesinato, ya que el lenguaje periodístico debe llamar a las cosas por su nombre». Respecto al tratamiento que el periódico está dando al conflicto, y que el señor Méndez también considera poco acertado, Mikel Ayestaran es rotundo: «El gran problema en esta guerra es que Israel no permite el acceso de los periodistas a la franja de Gaza y ha asesinado a más de cien colegas de medios locales. Estas acciones suponen el máximo grado de censura que se puede ejercer sobre la prensa». Ayestaran recuerda que «como periódico hemos estado en todos los lugares importantes para cubrir el conflicto excepto en la Franja. Si Israel no quiere a los periodistas allá, es razonable pensar que será por algo», ya que «en más de veinte años cubriendo conflictos nunca me han negado la entrada a la zona en cuestión». En el clima de polarización en el que estamos sumidos, se comprende la dificultad de cubrir y seguir una guerra cuando las posiciones encontradas de los implicados significan la muerte de seres humanos, en su mayoría inocentes. Una de las víctimas de esta polarización es el rigor que intenta respetar o atender a la verdad de las cosas, y más cuando las emociones se interponen fácilmente en la interpretación de lo que vemos o leemos. Como ciudadanos y lectores que asistimos, desde la comodidad y tranquilidad de nuestras ciudades y casas, al desarrollo de un conflicto de tal magnitud, cabría hacer un esfuerzo por mantener esa distancia física que nos separa de la guerra también en el terreno emocional. Aunque los periodistas no son inmunes a la presión de lo que están viviendo, y el periódico debería poner todos los medios posibles para paliarla en lo posible, creo que es preciso confiar en el criterio profesional de quienes, con una trayectoria profesional larga, sacrifican su propia comodidad y ponen en riesgo incluso su integridad física para contarnos lo que está pasando. Mikel Ayestaran agradecía «el interés de los lectores, cuyos mensajes ponen de manifiesto que siguen leyendo las noticias». Lo que los corresponsales nos cuentan puede ser doloroso de leer o incluso de aceptar, incomodidad solo justificable cuando sabemos que lo que nos cuentan está trabajado con rigor.