La inestabilidad institucional es una de las señas de identidad de los mandatos de Pedro Sánchez, que, unida a su afán por colonizar con afines los puestos esenciales del sistema público, acaba desembocando en una crisis de confianza ciudadana. Un rasgo de los gobiernos iliberales es controlar los organismos previstos para equilibrar el ejercicio de los poderes del Estado. Algo así como tener comprados a los árbitros, según una extendida comparación entre politólogos que estudian el declive de las democracias. Un observador externo e imparcial no pasaría de largo la nómina de nombramientos sectarios hechos por el Gobierno de Pedro Sánchez en la Fiscalía o el Tribunal Constitucional. Exministros, exasesores, fiscales de estricta obediencia han sido encaramados a los puestos de control y decisión con los que el Estado de derecho aspira a cumplir su función de vigilancia en el cumplimiento de la ley. Ese mismo observador externo e imparcial no consideraría verosímil que la máxima autoridad del Ministerio Público sea un fiscal a punto de ser investigado por un delito de revelación de secretos y desautorizado por el Tribunal Supremo por desviación de poder, reflejo administrativo de la prevaricación penal. Tampoco dejaría de tomar nota del nombramiento de la exministra Magdalena Valerio como presidenta del Consejo de Estado, anulado por carecer, notoriamente, de la condición de jurista de reconocido prestigio. El rastro que deja el sanchismo en las instituciones que acosa es el desprestigio y la desconfianza. Y los nacionalismos y los extremismos de izquierda comparten su objetivo de esclavizar la estructura del Estado para garantizar su tranquilidad en el poder. La tensión a la que este sectarismo somete a las instituciones se ha trasladado ahora a la elección de la presidencia del Consejo General del Poder Judicial, con una negociación al límite que obligó, anoche, a posponer la elección de la nueva presidencia. Este hecho vuelve a dar la razón a Bruselas, que sucesivamente ha conminado a España a proteger la independencia del órgano que rige el gobierno de los jueces. Cualquier persona que ocupe una magistratura pública puede tener una ideología, pero la orientación política legítima es algo muy distinto del servilismo o de la promoción de intereses velados y de parte que, en demasiadas ocasiones, determinan la práctica de quienes estarían llamados a servir de forma neutral y transparente al Estado. Otro ejemplo evidente de injerencia política en las instituciones lo encontramos en la presidencia vacante del Banco de España, que el presidente del Gobierno quiere asignar a su ministro José Luis Escrivá. Sánchez ha procurado en demasiadas ocasiones una transición directa desde el Consejo de Ministros a cargos de enorme sensibilidad. Ocurrió con Juan Carlos Campo, exministro de Justicia que pasó de forma inmediata al Constitucional, o con Dolores Delgado, quien fracturó el CGPJ al ser nombrada fiscal general del Estado tras asumir previamente también la cartera de Justicia. El regulador bancario, cuyo nombramiento debe renovarse, es una institución que debe ser fiable y que tiene que garantizar su independencia de criterio en la evaluación de las decisiones económicas del Gobierno. Escrivá, y dejando a un lado cualquier juicio sobre la persona, no garantiza ni fiabilidad ni independencia, porque es, lisa y llanamente, uno más del gabinete de confianza de Sánchez, como Conde-Pumpido o García Ortiz.