Desde los albores de la humanidad, el olor corporal ha sido un tema de interés y preocupación . ¿Por qué olemos? La respuesta es simple: las bacterias que habitan en nuestra piel, principalmente en zonas húmedas como las axilas, se alimentan de las proteínas presentes en el sudor y, como producto de su metabolismo, liberan compuestos sulfurosos, los responsables de ese aroma tan particular que no necesita presentación. La intensidad del olor corporal depende de varios factores, entre los que se encuentran la genética, la dieta, la higiene personal y el estrés. Se ha comprobado cómo algunos genes influyen en la cantidad y tipo de sudor que producimos, así como en la composición de nuestra flora bacteriana. Alimentos como el ajo, la cebolla y las especias también pueden alterar el olor de nuestro sudor, al igual que sucede con el estrés o una mala higiene personal. Las civilizaciones antiguas desarrollaron métodos para combatir el mal olor. Los egipcios, por ejemplo, eran grandes maestros de la perfumería y usaban aceites esenciales como la mirra, el incienso y la canela, no solo para embellecerse, sino también para enmascarar los olores corporales. Los romanos, por su parte, eran famosos por sus baños termales, donde se sumergían en aguas perfumadas con hierbas y aceites aromáticos para aplacar el mal olor corporal. Durante la Edad Media la situación cambió, ya que la higiene personal dejó de ser una prioridad. A pesar de todo, los nobles y la alta sociedad continuaron utilizando perfumes elaborados con ingredientes exóticos como el almizcle, el ámbar gris y las rosas. Estos perfumes no solo servían para enmascarar los olores corporales, sino también para transmitir estatus social y poder. Con la llegada de la revolución industrial y la urbanización, la necesidad de productos de higiene personal se hizo más evidente. A finales del siglo XIX y principios del XX, comenzaron a aparecer los primeros desodorantes comerciales, formulados principalmente con alcohol y fragancias. Los desodorantes modernos actúan de varias formas, por una parte, neutralizan y enmascaran los olores, por otra inhiben el crecimiento bacteriano y, además, absorben la humedad. Muchos desodorantes contienen compuestos que reaccionan químicamente con las moléculas causantes del mal olor, neutralizándolas o bien creando una sensación de frescura. Otros contienen ingredientes antibacterianos, como el triclosán, que reducen la población de bacterias en la piel. En algunos casos en su composición se incluyen ingredientes absorbentes, como el bicarbonato de sodio, que actúan como una esponja, absorbiendo la humedad y los ácidos grasos que contribuyen al mal olor. Al reducir la humedad, el desodorante crea un ambiente menos propicio para el crecimiento bacteriano. Por último, tenemos a los antitranspirantes, que son un tipo específico de desodorante. Contienen sales de aluminio que bloquean temporalmente los poros sudoríparos, disminuyendo la humedad y creando un ambiente menos favorable para el crecimiento bacteriano.