Carles Puigdemont se presentó fugazmente en Barcelona, desfiló por la calle Trafalgar arropado por Josep Rull, el presidente del Parlamento catalán, y los expresidentes Mas y Torra, entre otros, y dio un breve mitin ante sus seguidores en un escenario digno de una victoria deportiva en el Arco del Triunfo. Pero no era eso, era un simple acto de escapismo. Al final del mismo, desapareció de la mano de su abogado, el exconvicto por colaboración con banda armada Gonzalo Boye, por un lateral. Los cientos de agentes de los Mossos desplegados fueron incapaces de hacer cumplir la orden del juez Llarena de detener a Puigdemont, reiterada en un auto del pasado 1 de julio después de que el Supremo declarara que la amnistía no era aplicable al delito de malversación. En su soflama, el expresidente de la Generalitat destituido por el Gobierno de España en 2017 tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución, desarrolló todo el argumentario de su victimismo y pulverizó el bulo de la conciliación de Sánchez. Cuando se puso en marcha la operación Jaula quedó de manifiesto que los Mossos habían hecho un ridículo estrepitoso ante un delito programado y transmitido en directo a todo el mundo. Además, la detención de dos de sus agentes, uno de ellos habría facilitado con su vehículo la nueva fuga del expresidente, extiende una sombra de duda sobre la profesionalidad de todo el cuerpo. ¿Qué juez, en Cataluña, encargará con garantías el cumplimiento de sus órdenes a los Mossos después de este gravísimo incidente? No hay que olvidar, además, que se trata de un cuerpo armado, donde las exigencias de lealtad a la ley son mayores que entre otros funcionarios por la importancia de la misión que cumplen. Las autoridades no deben descartar la posibilidad de intervenir el cuerpo para regenerar tanto sus cuadros como sus valores institucionales que hace siete años ya quedaron en cuestión. También debería dar explicaciones el alcalde socialista de Barcelona, que autorizó la manifestación y el levantamiento del escenario para que se perpetrara esta humillación al Poder Judicial. Lo más inquietante es que todo lo ocurrido sólo se puede entender con la complicidad del Gobierno de Sánchez, ya que no se explica de otra manera que la Policía Nacional, la Guardia Civil y el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) hayan bajado los brazos de esta manera, permitiendo que Puigdemont cruzara la frontera, al parecer, hace ya varios días y sin ser molestado en lo más mínimo, y después lanzara impunemente su desafío en Barcelona. Tamaño desprestigio internacional hubiera merecido que alguien del Gobierno, el primero el propio Sánchez, diese explicaciones a los ciudadanos de cómo ha podido ocurrir semejante fiasco que daña la imagen de España, donde se tolera que se retransmita la nueva fuga del prófugo más famoso del país. El silencio del Ejecutivo invita a sospechar que todo pudo estar pactado, y que Illa tuvo su investidura y Puigdemont su 'circo'. Damnificada queda también, de nuevo, la Justicia en España, una vez que la orden de detención nacional de Llarena fuese incumplida por el dispositivo organizado por el Ejecutivo autonómico. De nuevo, el Tribunal Supremo queda desasistido por los otros poderes del Estado. Lo que sí parece haberse frustrado es el intento de Puigdemont de entrar en el Parlament para asistir a la sesión de investidura de Illa, como había anunciado que era su deseo. Junts insistió varias veces a lo largo del día, con la inestimable complicidad de Rull, en que se debía suspender la sesión para conseguir aplazar la elección de Illa. Incluso recurrieron al bulo de que su secretario general, Jordi Turull, había sido detenido por los Mossos para argumentar su petición, pero la información fue desmentida por la Justicia. Illa intentó proclamar el advenimiento de un tiempo nuevo para Cataluña, cuando en las calles el principal líder del tiempo viejo volvía a sustraerse de la acción de la Justicia. Acertadamente, Alejandro Fernández, líder del PP en Cataluña, le hizo ver a Illa que él no es tan distinto a Pedro Sánchez a la hora de desdecirse y cambiar de opinión. El estilo es diferente, pero la ambición por el poder es la misma. Al final de esta jornada, lo único cierto es que Pedro Sánchez ha cruzado la enésima línea roja que agrede la cultura política que España se dio durante la Transición, que nuestras instituciones son hoy menos respetadas y respetables ante los ojos del mundo, y que Puigdemont, al que Sánchez se comprometió a traer a España «para rendir cuentas ante la Justicia» antes de las elecciones, sigue fugado a costa de una herida profunda en la imagen de España y de sus instituciones.