El partido no admitía tibiezas ni medias tintas. La propuesta era drástica: liderar un grupo letal mediante un triunfo posible, aunque improbable según los vaticinios, o cerrarlo como el vagón de cola en el caso de una derrota lógica por el potencial de un adversario convocado a la fiesta de las medallas . Esta versión de La Roja no es el mismo combinado que cautivaba a los mandos de aquella generación celestial que se añora. Aunque ese grupo formidable que encabezaba Pau Gasol sembró la semilla del orgullo competitivo y la rebeldía que la España de la canasta aún riega y cultiva. Valores que casi prorrogan su estancia en París después de que Brizuela, tipo menudo y sin complejos, entrara en estado de trance después del descanso para meter el miedo en los atléticos cuerpos de los jugadores canadienses. Sergio Scariolo y 'La Familia', acertado sobrenombre que define a un grupo solidario, han retardado en la medida de sus fuerzas menguantes el lema nostálgico que ensalza cualquier tiempo pretérito como mejor. Hasta el punto de asombrar al universo de este deporte hace dos años con el título europeo en contra de todos los cálculos razonables. Pero en algún momento había de romperse la cuerda de tanto tensarla. Y el rival norteamericano no parecía el compañero de viaje idóneo en el anhelado trayecto hacia el cruce de cuartos. Un bloque de físicos superiores, con diez hombres de la NBA y el estelar base-escolta Gilgeous-Alexander como maestro de ceremonias. Y, sin embargo, a casi nada se quedó el cuadro de Scariolo de mandar las apuestas a hacer puñetas . La España que solicitaba la cuenta pugilística de protección en el minuto 23 (42-56) se aferró al parqué con las suelas y los dientes tantas veces como las ocasiones lo requería. Un equipo que asume su inferioridad en aspectos capitulares del baloncesto moderno, pero que jamás abdica de la fe ni del esfuerzo. Un tiro libre de Abrines a 53 segundos del final (80-82) invocaba al disparate clasificatorio. El presunto cuarto clasificado de un lote infernal llamando a las puertas del cielo. Llull , presente eterno en los relatos de aventuras, anotó el triple esquinado (85-86) a una pizca de la bocina e incluso lanzó una de esas mandarinas suyas desde dieciocho metros, que más de una vez le han deparado títulos, para estirar la esperanza o la agonía. El desnivel físico entre ambas selecciones apenas tardó en aparecer a través de la severa defensa canadiense (4-10, minuto 5). Pero el admirable gen luchador de 'La Roja' no admite debates . De nuevo el escolta menorquín, mediante una canasta a tabla y otro 2+1, situaba a 'La Familia' sobre los raíles de la creencia. Su productividad más los fogonazos sueltos del infrautilizado Juancho Hernangómez valían para firmar tablas tras un primer cuarto que fue el preámbulo de la posterior jerarquía norteamericana hasta el descanso. Sí, un segundo acto que parecía convalidar los peores augurios. Cierto que el grupo de Scariolo compitió casi hasta el intermedio (36-40, minuto 18) a través de rebotes ofensivos largos, la estrategia del técnico italiano invocando fórmulas de defensa zonal 3-2 o 'caja y uno' al magnífico exterior de Oklahoma City Thunder. Recursos insuficientes para evitar el tirón rival cerca del intermedio, cuando el combinado del badalonés Jordi Fernández aplicó la severidad de su pegajosa defensa que agotaba las posesiones hispanas mientras Gilgeous-Alexander, estrella sin atenuantes de la NBA, flotaba como un bailarín envuelto en una gasa de pura armonía. Malos asuntos, desde luego. Agravados a la vuelta de los vestuarios con la máxima renta canadiense (42-56). Pero España rescató el pico y la pala del desván donde reposan las herramientas. Con Llull en el quinteto de salida en lugar del intrascendente López-Aróstegui, el trabajo de Aldama, la anotación de Abrines y los picotazos esporádicos de Juancho reclamaba 'La Roja' su cirio con el que sobreponerse a la vela del presunto entierro. Y ahí no se anduvo Scariolo con contemplaciones. Sacrificó al decepcionante Lorenzo Brown , se jugó la cara o la cruz sin bases puros y Brizuela bramó el último grito de rebeldía. Canasta de uno contra otro, aprovechando los bloqueos directos o con sus penetraciones frente a físicos mucho más poderosos, el donostiarra anotó quince puntos tras el descanso de puro talento y arrojo. Y el equipo entero firmó ese acto de fe que invocaba al milagro. Pero no hubo tal en esta despedida anticipada.