La primera vez que vi torear a Paco Camino fue en Bayona, a finales de los años 50, y enseguida heredé el entusiasmo de mi madre por su figura y su toreo. Sin tener casi ningún conocimiento que me permitiese valorar su aportación, a mis ojos de chaval impactó esa tarde su empeño malhumorado, reflejado en su cara, para no dejarse ganar la partida por nadie, ni por el mismísimo Luis Miguel Dominguín. Pronto se convirtió en el ídolo de mi afición adolescente. Cuando, ya retirado, me permitió recoger sus reflexiones para mis libros, a pesar de su cordialidad y de la sencillez de su trato, me dejó una impresión muy fuerte y contrastada: en él se unían la claridad sobre su concepto del toreo, la certeza de sus dotes excepcionales para su oficio y su arte, y la lucidez a la hora de hacer el balance de su trayectoria. ¡De verdad, en todos los sentidos y en todas las circunstancias, el maestro habrá tenido una cabeza muy despierta! Como muestra aquí van algunas de sus declaraciones: «La inteligencia delante del toro es de nacimiento. Se aprenden muchas cosas, pero eso no. Luego, creo que he sido muy precoz para las cosas; las he visto más pronto que otro cualquiera. Lo innato en el toreo es el valor, la cabeza, que no hay que perder en ningún momento, y esa sangre fría que permite hacer las cosas tranquilamente. Luego el oficio se va escribiendo a la par que vas toreando. Siempre pensaba que lo que me gustaba más era llegar a ser un Antonio Ordóñez. Era mi ídolo y me hacía soñar despierto. Siendo novillero me preguntaba si era capaz de salir adelante o si me tenía que quedar donde estaba. Las primeras corridas fueron bastante fáciles, y entonces vi que lo tenía bien asumido y que iba a llegar a donde quería. Creo que en la plaza siempre he sido muy despierto. Me he fijado continuamente en el toro, no solamente en el mío. Cuando toreaba veía seis toros, las reacciones de cada uno en cada momento. He sido un torero completo con el capote, la muleta y la espada. Me ha faltado banderillear, pues soy muy torpe de piernas. Una gran faena se merece una gran estocada. Hay matadores brutos y otros finos, lo que demuestra que es un arte. Cuando Rafael Ortega mataba un toro era bellísimo, y también cuando lo hacían Ordóñez o El Viti. Ahí no se trata de técnica. La técnica sería ver morir y tirar para adelante. En mi época no he visto nada más que a un torero templar con el capote: se llama Antonio Ordóñez. El temple es acomodarse a la embestida del toro, no es una cosa que se puede imponer o crear. Por otra parte, a mí siempre me gustaron más los toros crudos que los toros parados. Me siento más a gusto con el toro violento, áspero, porque ese toro, poniéndose en el sitio adecuado, embiste. De verdad, El Cordobés era un monstruo. Tenía un carisma extraordinario. Hizo cosas nuevas, se arrimaba como un desesperado y era imposible poder con él en ese momento. A mí no me molestaba, porque era un torero totalmente distinto a mi corte. A mí me importaban más Ordóñez, El Viti, Puerta. Yo empecé desde pequeño con la muleta siempre por delante. A mí me ha gustado hacer los pases enteros, y no medios pases con muleta atrasada. También he procurado torear con la izquierda, la muleta apoyada en la pierna izquierda y ésta adelantada; no como han hecho otros, que dicen que han toreado muy bien por naturales y que han tenido la muleta sobre la pierna derecha. Aunque el púbico crea a veces que se le está engañando, un toro ligero de peso, y que por lo tanto tiene más movilidad, puede ocasionar más desgracias. En el mes de agosto de aquellos años de 1961 y 1962, en el Sanatorio de Toreros estaba prácticamente agotado el papel. Mi peor cogida fue la última que tuve en Aranjuez, por la pierna. Tardé ocho meses en recuperar. Fue tan fuerte que la gente pensó que para mí se había acabado el toreo. Por esa misma razón decidí torear tres años más, para que viesen que no me daba miedo: «Se van a creer que me he rajado; ¡ni hablar! Sigo toreando». Lección de vida y de toreo, por el Niño sabio de Camas, el maestro Paco Camino, para hoy y para siempre.