Asiste la Philippe Chatrier a un acontecimiento que duele, un dolor emocional casi físico, y colectivo además, porque es la disolución casi definitiva de un tridente de esplendor que ha ofrecido los mejores momentos del tenis en las últimas dos décadas. Jubilado Roger Federer en 2022, se desdibuja ahora Rafael Nadal, último paseo por su jardín rojizo tras este duelo olímpico contra Djokovic en el que regaló todo lo que tenía. Como siempre Nadal. Al menos, ha sido un último baile, como decía el serbio, anunciado, por lo que se puede disfrutar como lo que es; un tributo personal y sentimental, aunque se viva en colectivo y con los aplausos como recurso infinito durante toda la recogida de los bártulos y el pasillo hacia la salida. En pie el planeta tenis, el planeta deporte, para acompañar a una leyenda que se ha quedado grabada en el sentimiento del personal. El público advierte la pena una vez concluye el encuentro, con ese saque directo de Djokovic que pasará a la historia porque es la rendición de Nadal en sus últimos Juegos (en el cuadro individual) y casi con toda seguridad (nunca se puede descartar un milagro llamado Nadal) en esta pista que tanto le ha dado, y a la que tanto ha dado. Ese vacío que será difícilmente recuperable aunque se agarre el personal al partido de dobles que protagoniza con Carlos Alcaraz este martes. Un vacío íntimo porque Nadal se ha hecho parte de la familia: compartía comidas, sobremesas y alegrías durante tantísimos fines de semana en los que se jugaba trofeos, títulos y adoración que se sentían como propios. Un vacío porque del Big 3, que se creía eterno, se van diluyendo las caras, los gestos, los duelos. Cada vez queda menos. Pero antes del dolor, se vive el partido a todo esplendor, y a todo sol. Sentimientos puestos en pie porque son Nadal y Djokovic, 38 años, 37 años, 22 Grand Slams, 24 Grand Slams, vendaje en el muslo derecho, vendaje en la rodilla derecha, aunque todo eso sea lo de menos. Son Nadal y Djokovic regalando un duelo de los suyos, que no se van a dejar ir hasta que el otro no se rinda primero. Han vivido 59 choques antes, pero ninguno como este, aunque todos son únicos, como ellos. Notan la trascendencia del momento, porque durante tanto tiempo también ellos se creían eternos. Hay nervios para empezar, que Djokovic comienza con un 40-0, pero Nadal recupera hasta el deuce. Que Nadal pierde su primer turno de saque pero hay un remate hacia atrás tan nadaliano que da igual todo lo demás. Que el público quiere esto, Nadal, gane o pierda. Y también quieren a Djokovic, banderas y camisetas de Serbia, que es el mejor del mundo, 2 de la ATP y ha hecho un esfuerzo djokoviano para estar aquí, operado de la rodilla el 5 de junio, finalista en Wimbledon, aspirante a medalla. Pero con quien se rinde el personal es con quien preside la central con una estatua en su honor, con quien sorprendió al mundo portando la antorcha olímpica en la inauguración, con quien ha ganado catorce veces aquí, el rey de la tierra, como tantas veces lo han bautizado. Un rey que pierde hoy porque el plan de recuperarse en 2024 tras un 2023 en blanco no se activó en los plazos previstos. Roto de nuevo en enero, sin posibilidad de coger ritmo y partidos en tierra batida por otro problema, con más ilusión que energía en muchos momentos de esta primavera, con un Zverev demasiado pronto en Roland Garros, con doble exigencia olímpica. Y con el tenis girando sin él. Pero que no iba a dejar de pelear hasta la última pelota. Los títulos y los números lo han hecho grande, pero es esta capacidad de lucha, de afrontar las adversidades (rivales y lesiones) con la mejor actitud posible, lo que lo han hecho enorme ejemplo. Por eso es un 0-4 que escuece un poco menos porque entre medias hay puntos de esos con los que ha construido el legado que hoy, con su derrota, cobra vida: compromiso, defensa, enfados con los errores, derecha imposible de leer, exigencia, puños en alto. Pero es Djokovic quien firma la función y dirige el baile. A su son, a su revés inmaculado, a su derecha galáctica, a su mejor forma física. Pero da igual. Nadal es quien recibe un terremoto de cariño y aplausos cuando logra su primer juego, para un 5-1, que escuece. Son enemigos desde siempre, desde aquellos cuartos de final de 2006 en esta misma pista en los que Djokovic no acabó el encuentro (retirado con 6-4 y 6-4 en contra). Pero en estos sesenta capítulos han construido un respeto que se subraya en este duelo. El de entregarse al máximo de lo que tiene Nadal, de lo que puede Djokovic, y el de brindar deportividad en esos partidos fuera del partido que siempre han librado los dos. Nadal aplaude una derecha buenísima de Djokovic; Djokovic va rápido hacia su banco cuando cierra el set porque sabe que el balear prefiere pasar segundo por la red. No cambia el panorama en el segundo capítulo. Empuja y empuja Djokovic con sus portentosos golpes de fondo, no llega a todo Nadal. Concentración en la mirada no obstante, empeñado en ser él hasta las últimas consecuencias. Que no se entiende de otra manera, ni el público, ni el propio Nadal, puño en alto de rabia y alivio cuando logra el primer juego del segundo set, ya con cuatro del serbio. Y tiembla la Chatrier con un minuto largo de «Rafa, Rafa, Rafa» cuando acontece lo que siempre pasa en esta pista: que Nadal saca de donde no tiene para obrar un pequeño milagro. Ese ser Nadal de negarse a la rendición con más orgullo que potencia y que logra desequilibrar un instante al serbio, pues no solo recupera la rotura perdida, sino que logra el punto del partido, el punto Nadal, defendiéndose de todo, reaccionando a un remate del serbio con un golpe que solo puede crear él, superando al rival en la red, rompiendo el saque y los esquemas ajenos, devolviendo el partido a la igualdad del 4-4, ilusionando a lo grande a la Chatrier. Por encima de números, títulos y mordiscos, esto es lo que ha hecho de Nadal ser Nadal. Ese jugador que se explica con situaciones como esta: no rendirse jamás, levantar un 1-4, alcanzar un 4-4. Esta ilusión de que todo es posible, de vivir unos minutos en la esperanza, de que se dibuje la victoria al final de la mente. Esto es Nadal. No queda más, implacable a partir de ese instante Djokovic, que ya no quiere más tiempo en esa pista porque sabe que no es el protagonista. No le queda más a Nadal, es verdad, que lo ha dado todo. No solo en este partido, que también, sino en estos veinte años de mordiscos a la historia. Este es uno más. Porque es una derrota, rendido ante el serbio y ante su propio cuerpo, magullado por mil sitios. Pero es otra huella en esta Philippe Chatrier tan suya y que no tiene otra cosa con la que agradecerle tantas victorias y emociones que los aplausos, con el corazón en las manos.