Fue casualidad, curiosidad y aburrimiento lo que me llevó a ese sitio. La excusa perfecta para escaparme durante media hora de una insufrible sala de espera en la que aún seguía quedándome mucha espera. Estaba en el Virgen del Rocío. Nada grave: una revisión rutinaria de un familiar. Escuché que justo al lado estaba el centro de transfusiones sanguíneas y lo tomé como el honorable salvoconducto con el que podría abandonar mi deber moral. Doce y media de una mañana cualquiera del mes de julio con más calor que vigilando un puchero. —Buenos días, ¿qué necesita? —¿Se puede donar? —¿Es su primera vez? —Sí. —Pues lea este documento y confirme si está todo correcto. No recordaba la última vez en...
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