Tres días después de anunciar por las redes sociales que renunciaba a presentarse a la reelección y que apostaba por la candidatura de su vicepresidenta Kamala Harris, el presidente de Estados Unidos se dirigió a su país para explicarles los motivos de su decisión. Lo hizo con un discurso eminentemente emocional, donde apeló a los valores de los grandes presidentes de la historia de su país y a los pequeños detalles, como el escritorio Resolute del Despacho Oval desde el que hablaba, para afirmar que «reverencio este cargo, pero amo más a mi país» y que su determinación era «en defensa de la democracia, que está en juego». El párrafo clave de su exposición fue el siguiente: «En las últimas semanas, me ha quedado claro que necesito unir a mi partido en esta tarea crucial. Creo que mi historial como presidente, mi liderazgo en el mundo, mi visión del futuro de Estados Unidos, todo ello amerita un segundo mandato. Pero nada, absolutamente nada, puede impedir que salvemos nuestra democracia. Eso incluye la ambición personal». A continuación, recogió el grito que los manifestantes lanzaron el fin de semana en las rejas de la Casa Blanca evocando el discurso inaugural de John F. Kennedy y dijo que «la mejor manera de avanzar es pasarle la antorcha a una nueva generación». La forma y fondo de su discurso hubiera sido una auténtica arenga política de no haber puesto de manifiesto, al mismo tiempo, las evidentes razones que han frustrado sus ambiciones: la voz tan baja con que lo pronunció sólo transmitía debilidad, pese a que esta vez casi no cometió errores al hablar. En estos once minutos, Biden evitó llevar su discurso por el camino de la racionalidad y explicar por qué ha renunciado pese a que su liderazgo ameritaba un segundo periodo al frente del país. Eludió así tener que dar una explicación a la principal incoherencia de lo que ha ocurrido en los últimos días: ¿por qué su partido y los grandes referentes demócratas han considerado que su deterioro físico y cognitivo le incapacita para ser reelegido, pero no para continuar en el cargo durante seis meses? Esta cuestión se ha convertido en la crítica con la que Donald Trump y los republicanos están machacando continuamente y no tiene una explicación satisfactoria que no suponga una humillación personal para el presidente, pero también para el Partido Demócrata y el 'establishment' político de Washington DC al que Trump sistemáticamente ha llamado «el pantano». Este asunto que Biden soslayó no es una cuestión menor. Hay que tener en cuenta que si, como parece seguro, Kamala Harris es proclamada como la candidata presidencial de los demócratas en la convención del próximo mes de agosto, toda la campaña electoral transcurrirá con un presidente muy debilitado en segundo plano, pero que sigue ostentando unos poderes extraordinarios. Es un riesgo enorme que los demócratas parecen haber asumido. Cualquier traspié de Biden dará lugar a que se resucite el engaño y la impostura con la que se estaba haciendo creer al país que el presidente podía seguir en la Casa Blanca cuatro años más. El cesarismo al que tienden los sistemas presidencialistas y al que algunos demócratas han aludido como excusa, no es suficiente explicación. Como decía ayer 'The New York Times', un diario que ha jugado un papel importante en la operación de relevo del candidato, «comienza la larga despedida de Biden». Quizá ésta resulte demasiado larga para no perjudicar las expectativas de Kamala Harris.