Charlene es una princesa distinta y traspapelada , que no es la alegría de la huerta de Mónaco, precisamente. Ni de Mónaco ni de ningún sitio. Con ella, las noticias son tirando a tristonas. La última, que ha cumplido trece años de matrimonio con Alberto de Mónaco, y la noticia es una primicia récord, porque esta pareja parecía haber celebrado un divorcio desde el día mismo en que se casaron. A mí Charlene me gusta, porque es un enigma con el pelo corto, y cuadra en la titulación de esposa soltera, según alegría verbal que birlo a Joaquín Sabina. Charlene es, en efecto, una esposa soltera , desde hace trece años, y más. Viene a ser otra Grace Kelly , una Grace menor, con más gimnasio y menos hechizo, pero al fin al cabo una princesa dorada, apacible, triste y hermosa que retiró en su momento al cincuentón Alberto del tajo de huir siempre del compromiso. Dicen los que dicen que saben que la pareja firmó un contrato conyugal , y eso no nos parece ni bien ni mal, más allá de que es un buen modo de atar la alegre longevidad a la cruda convivencia. A Charlene y Alberto les suelen dar por ahí poco futuro juntos, pero ya dijo un actor que el único modo de lograr un matrimonio de kilometraje es dirigirse poco o nada la palabra. Así llevamos media vida. O más. A veces Charlene falla en el Baile de la Rosa , y es la ausente más presente. A Charlene le gusta desaparecer. No hace tanto, pilló domicilio en Sudáfrica, a convalecer de un mal de garganta, según publicitaron. Con ella, nunca se intuye bien si acaba de regresar de un retiro, o se marcha mañana mismo no sabemos a dónde. A veces, van Alberto y ella a un cóctel, y Charlene viste como si en la pareja fuera el chico. Tuvieron mellizos, lo que no deja de ser un exotismo más en esta pareja de mucho exotismo , así en general. A Charlene le ha tocado funcionar de Grace Kelly, pero a su manera, una Grace Kelly menor, con biografía de atleta, que a veces rompe a llorar y nunca sabes si es por alegría o angustia. Esta historia de amor consta de titubeos iniciales, noviazgo de seis años, y hasta una espantá de vísperas que no llegó a existir, si atendemos las declaraciones oficiales al respecto. Hubo boda show, y luego la descendencia. Alguna prensa arriesgó que Charlene llegó a repensarse el 'sí, quiero', días antes del gran día definitivo. Quién sabe. Uno arriesgaría que acaso Charlene tuvo tentaciones de novia a la fuga , si es que esas tentaciones se dieron, bajo añoranzas de su propio pasado, porque ella era mujer de pensar desde un bañador de récord, y no desde fastuosos trapos de cócteles de palacio. Era el deporte su obsesión, y no el protocolo. Soñaba más bien la meta de nadadora, y no un picnic de marquesas. Alberto, de novio, fue un padre que al fin se casaba, y Charlene era una sirena de buenas piernas que entraba, fría de despiste, en esa exótica familia que posa reunida el día del Baile de la Rosa. Él llegó a la boda cuando ya tenía dos hijos de su mucho ajetreo por ahí, una chavala casi veinteañera, hija de camarera estadounidense, y un crío de seis años, fruto de una relación con una exazafata francesa. Se ve que al Príncipe le iba el trato con el pueblo. Hasta que llegó Charlene, con futuro doble de mamá y pasado melancólico de sirena de piscina . Se va a veces de Mónaco, por una temporada, y luego vuelve a Mónaco, que es y no es su sitio.